lunes, 20 de julio de 2020

El animal en la pared

“Cuijas”, les llamaba mi abuela y decía que eran señal de enfermedad y desgracia, o de la próxima muerte de un familiar. Mi hermana llegó a verla muchas veces, caminando en los muros de su habitación, mientras la abuela se ponía con sus padrenuestros al escuchar sus ruiditos: “Esos besos son de muerte”, nos repetía al terminar su oración; y retomaba el rosario cuando el animal tiraba nuevamente sus maldiciones.

Yo nunca creí que eso fuera verdad. Para mí era una bonita lagartija negra. Y una vez vi a mi hermanita espantarla hacia afuera cuando la abuela entró tallando con vinagre y manteca las paredes, dizque así se nos resbalaran sus males. Compartíamos cuarto, y esa noche vi a Mary limpiando con jabón el recorrido hecho por la abuela. “Se come a los zancudos”, me comentó, y yo, porque la quería bastante, ignoré las llamadas de atención de la abuela. Al irnos a dormir, el animal no estaba dentro del cuarto; pero pudimos escucharlo desde afuera, dando sus besos nocturnos y cazando bichitos en las calles.

Recuerdo que, cuando mi madre descubrió qué había hecho Mary, le pegó tan fuerte que sus nalgas quedaron rojas por dos días. Pero, cuando el morete se apaciguó, nos dijo por qué la abuela les tenía idea a las cuijas.

“Tu nana llegó a Churubusco el Alto hace muchos años. Ella me contó que al poco tiempo, un amiguito le mandó un paquete chiquito-chiquito desde Atototlán de la Paz: una caja de cartón que olía a perejil echado a perder: y era una cuijita, como las que te gustan. Un amigo suyo la atrapó y se la mandó. Aparentemente, en Atototlán, los niños se divertían persiguiendo a esos animales y amarrándolos del cuello.

»Resulta que la cuija la entretuvo bastante. Era blanca y bonita, brillaba plateada al sol y corría por las paredes cazando moscas y zancudos. El problema fue cuando el papá de las Serrato vino a la casa. No sé si sepan, pero las Serrato han tenido sirvientas toda la vida; y una de ellas, la más pequeña de las tres, siempre acompañaba al patrón, quesque para que no se emborrachara en las cantinas. Méndiga señora de Serrato, si a nadie engañaba. Bueno, esta sirvienta vio el animal en la pared y también se enamoró de él. Quiso agarrarlo, la muy canija se puso como loca, se subió a la cama, jaló muebles y la atrapó: la agarró por la cola y que se le rompe. ¡No!, tu nana siempre chilla de coraje cuando nos cuenta esa historia: “Y la méndiga todavía se puso a gritar porque le quedó la cola en la mano, bailando como gusano carroñero, me rompió mi cuija, y todavía se enojó”. Ay, así dice...

»Pues, aparentemente, la niña lloró tanto que el señor Serrato tuvo que irse. Pero cuando su abuela buscó la colita —anda—, que ya no estaba. Deberían de ver su cara cuando lo cuenta, como si le doliera todavía.

»Primero, el animal dejó de verse por unos días. Ahí tienes a tus bisabuelos buscando y poniendo la casa patas pa’rriba. Entonces, una noche, se escucharon los besos que hacía. Tu nana salió a asomarse a la ventana. Sí, ella dormía en este cuarto, igual que yo alguna vez. Y era por donde se oían los ruidos de la cuija. Pues que la ve y grita de pronto. Se han de imaginar que tus bisabuelos llegaron corriendo a ver qué pasaba. Entonces se llenaron de un susto al verla: la cuija estaba negra-negra-negra; pero con la cola plateada. Vista así, hasta daba miedo. Su abuela se arriesgó a acercarse. Tu bisabuelo vio que estaba muy alto, así que se dispuso a agarrarlo y pasárselo a su abuela; pero cuando lo tuvo entre sus manos, sintió una mordida. El animal se escapó; siguió por’ahí en las paredes, como mirándolos. No sé bien qué pasó después —tu nana no cuenta todo—; pero las manos del bisabuelo se empezaron a poner negras, negras como la cuija de cola plateada. No-no-no. Luego, enfermó; coincidiendo con que las vacas comenzaron a morirse. ¿Y saben por qué?, él siempre las acariciaba. Sí, ya sé: suena raro, pero su abuela me lo contó; de veras. Él las apapachaba con cariño y siempre les tocaba las ubres a ver si tenían leche, o para saber cómo iban los becerritos; leche buena de la nuestra, no de esa que toman los Miramontes. Pues, como les decía: animal que tocaba, animal que caía enfermo, siempre con las manchas negras. Y lo peor, fue que su bisabuela de pronto tuvo las mismas marcas entre las piernas y en el pecho.

»No es que sea supersticiosa; pero su nana siempre le echó la culpa al animal en la pared y decía que algo le había pasado, que ese color no era bueno y que la cuija plateada y bonita se hubiera ennegrecido. Aquí está lo raro: su abuela una vez se encontró con la cuija negra en la casa y la vio salir por la ventana con tres monedas de plata en la boca. Yo sé que seguro estaba soñando. Ella dice que es cierto, pero no creo que una cuijita pudiera cargar tanto peso.

»Luego, sus bisabuelos murieron, su abuela cuenta que fue el dolor después de perder casi cincuenta vacas. También dice que los becerros dejaron de nacer blancos y ahora traían esas manchas negras. Yo no sé, la verdad siempre he visto vacas blancas con negro; pero ella insiste en que antes eran blancas —blanco leche— y desde lo de la cuija, los becerros empezaron a nacer pintitos. Vamos a creerle en eso.

»Ya ven, mis niñas. Por eso su nana tiene desconfianza del animal de la pared. Ella dice que no es el mismo, que algo pasó; entiéndanla. Está ya grande y a veces le dan ideas. Segurito: si no hubiera cambiado las vacas por unos puercos, se hubiera quedado pobre y perdido la casa.

»Por eso no es bueno que juegues con esa cosa, María. Te pido que no hagas renegar a la abuela.

Cuando mamá terminó la historia, no dejábamos de temblar. Los besitos que el animal soltaba ahora parecían tenebrosos, feos, como si fueran los ladridos de la perra blanca de la Muerte.

A la mañana siguiente embadurné con vinagre y manteca las paredes. Mary quiso comprobarlo por su cuenta, fue a buscar al patio, escuchaba atenta el sonido de las calles, deseando encontrarse con la cuija. Yo no le pregunté nada, al final de cuentas quería que ese animal no apareciera en nuestro cuarto nunca más. Debí salir, debí preguntarle cómo le había ido; no lo hice.

De lo poco que recuerdo, fue a mi hermana metiéndose con prisas en la cama y contándome: “Me encontré con la cuija; pero estaba asustada y tuve que perseguirla”. Yo la regañé, le dije que no quería a esa asesina cerca; ella me miró arrepentida, pensando en no sé qué.

Por casi dos semanas, cada día, cada tarde, Mary se iba a buscar a la cuija. Dizque le hablaba, que le contaba cosas. Yo le decía que estaba loca, pero me respondía que no, que la cuija la invitaba a la sierra, a su casa. Y la ignoraba… la ignoraba.

Fue un domingo cuando ella salió a jugar; teníamos que ir a misa y Mary no se apareció. Media semana tardamos en encontrarla: ahogada debajo del Puente de la Asunción donde aquellos alcohólicos habían muerto hace muchos años.

Sí, pobrecita de mi Mary. Recuerdo cuando la sacaron del Río de los Gambusinos, la subieron a una manta y la cargaron entre dos. Lo último que recuerdo de ella es ese bulto húmedo, manando lágrimas de muerto y su manita cayendo de entre las telas, con una mancha negra que se escurría a lo largo de su brazo, mientras, en mi memoria, el beso del animal en la pared resonaba por todo el Valle Mayor.




MD SHABBIR en Pexels

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