Para Donald Trump y su club de millonarios, América no es un continente; es su patio trasero, una extensión de sus negocios y caprichos. Con apenas el 23.11% de la superficie total del continente, Estados Unidos se atribuye el derecho de decidir el destino de los demás, como si su hegemonía económica y militar le concediera una corona imperial. Y no es novedad: es la misma actitud de siempre; pero ahora con menos sutileza y más arrogancia.
La era de Trump Recargado —las segundas partes de las películas no suelen ser tan buenas— ha llevado esta mentalidad al extremo: ya ni siquiera es el gobierno quien impone las reglas, sino un club de magnates que ve la geopolítica como un negocio privado. Para ellos, América Latina no tiene cultura sino que es su tablero de ajedrez donde mueven fichas a conveniencia y donde se cambian los nombres a su gusto como si se tratara de un DM caprichoso. Es más: si algo no encaja en sus planes, lo corrigen con sanciones, muros o tratados comerciales... Pero cuando les duele en impuestos para su Super Bowl, le dan retro.
Esta visión instrumentalista deshumaniza, refuerza las desigualdades y la dependencia que cada vez es menos de su nación. Cada vez que hablan de América Latina como un problema —y no como un aliado— deja claro un desprecio bien metido en su tuétano; porque para la Casa Blanca —la de EE.UU.—, solo hay dos categorías: los que obedecen y los que estorban. Pero América no es suya, por más que quieran creerlo.
Como profesor creo que las universidades deben ser trincheras contra esta visión impuesta. En un mundo donde el pensamiento crítico es incómodo para el poder, los espacios académicos tienen la responsabilidad de generar narrativas propias. Si callamos, dejamos que otros decidan por nosotros.