martes, 29 de septiembre de 2020

La chanchería

 Después de que Mary terminara ahogada, su abuela murió a los pocos días: quizá de pena o de culpa. Algo invadió por completo a la señora Honorato y requirieron trasladarla de urgencia hasta Atototlán de la Paz. El doctor Mendiola aseguraba que nunca había visto una situación así: huérfana de madre e hija, el remordimiento le caló tan adentro que de no haberle pedido la combi a las jerónimas, el viaje en cualquier otro transporte hubiera acabado con su vida.

Así, la pequeña Lucy se quedó a merced de la expectativa y al cuidado de la casa. Ella es mi vecina, y me acuerdo de haberla visto toda preocupada, ayudando en la chanchería, llevando pedidos, embutiendo chorizos, friendo tripas y riñones, yendo de un lado para el otro y agradeciendo a los vecinos por los panes y estofados que de pronto le llevaron con intención de saber más sobre su madre.

“Lucy dice que su mamá anda mala todavía… y ella sola… pobrecita”.

Eso pasó cuando yo tenía diez; Lucy tendría unos poquitos más años que yo, nunca le hablé, aunque pudimos habernos caído bien. Era una niña muy bonita, pero no quise hacerme a la esperanza. Mi mamá me decía que esa familia estaba maldita, que primero las vacas, luego los abuelos, la hija y ahora la señora.

“Esos Honorato, desde lo del señor Estéfano… y ahora lo de Mary, fíjate”.

Por varias noches, doña Mitotes le mandó comida y nunca le faltaba nada; pero el exceso de atención y la poca familia, le fueron calando.

“Ese muchacho de con la Mitotes no me gusta. anda llevándole comida a la Lucy y se le queda viendo… y la niña toda sola, oye”.

Lucy empezó a cambiar: dejó de ser delgada y alegre para volverse hombruda y seca. Alguna vez mis papás compraron un cuarto de lomo y me contaron que Lucy estaba sentada en el refrigerador, leyendo un libro y tomándose un licorcito. Aquello sorprendió a las señoras encopetadas, pero como era la única chanchería y tenían muy buen surtido, nadie se puso a discutirle.

“Que la regañe su madre… si sale de esa. Ya serían tres muertes en el año, fíjate”.

Luego, empezaron a llegar las postales: Francisco el Cartero comenzó a hacer escalas con los Honorato cada martes. Ese día se volvió nuestra vigilia obligada: primero, porque ir a la chanchería era recibir un trato seco y agresivo, y segundo, porque la carne se amargaba.

Dirán que miento o exagero, pero es verdad: cuando la señora Lucía atendía, siempre salía sabrosa la carne: con grasita, hasta el sartén la disfrutaba; pero cuando se la llevaron de emergencia, Lucy se quedó a cargo, la carne empezó a ser más insípida, más magra.

“No es bueno que la niña se quede sola todo el tiempo, vela nomás”.

Pero ya después de varias semanas, cuando empezamos a ver que Lucy estaba yéndose al vicio los martes de cartero, supimos que los miércoles eran de cortes finos. Ir a la chanchería en ese día era señal de carnitas tan suavecitas que parecían hasta envinadas: jugosas, de esas que le metes el tenedor y se te deshacen en la boca. Todos en Churubusco el Alto hacían fila en la chanchería por deshebrada y lomo. Las costillitas, esas costillas, se te acababan desbaratando de lo ricas que quedaban.

“Si te compras espaldilla, nomás la pones a freír con poquita naranja y te sabe a monja recién bautizada”.

Por eso dejamos de comprar los martes. Nada qué ver con los miércoles de sabor. Ese día te aseguraba cortes duros y tiesos, como si la hubieran dejado al sol y se hubiera resecado. Además, la actitud de Lucy no ayudaba: enojosa, hasta llorando nos recibía. Y así la gente no podría pedir ni tocino ni molida.

“Tiene un dolor bien metido esa niña… la pobre extraña a su hermanita… y sin madre ni abuela que la quieran”.

Fue un acuerdo silencioso. Comprábamos el triple los miércoles y dejábamos de ir los martes. Hasta le convino a Lucy, porque así no abría y se dedicaba a vivírsela sola en las sombras de su casa, leyendo postales y embebiéndose.

“No es que sea chismoso, pero Chisco el cartero me dijo que la señora anda mala…”

Y así pasaron meses.

De los señores Honorato no supimos nada. Y de Lucy nomás la veíamos caer más y más, encerrase en sí misma hasta que sus cortes empezaron a perder sabor.

Pero entonces, pasó.

Un martes ya en la noche, los vecinos escuchamos un golpe en la casa de los Honorato. Quizá se oyó en todo el pueblo, pero a quienes más nos interesó asomarnos era a los vecinos.

En la puerta, con una bolsa de mandado colgando del brazo, estaba don Luciferino fumando tranquilo, limpiándose el polvo de sus zapatos y alisando un poco el dobladillo de su saco a cuadros.

En la vida lo habíamos visto comprando en el barrio, de hecho yo solo me lo había topado muy de vez en cuando en las fiestas del pueblo, por lo que ver a ese señor de bigotes relamidos se me quedó grabado hasta la fecha.

La puerta se abrió y Lucy vio quién la visitaba. Ella estaba rota, con los ojos rojos y cansados, con la piel ajada por las lágrimas silenciosas y deshecha por el alcohol. Don Luciferino debió decirle algo importante, porque lo dejó pasar al momento.

Permanecí expectante por horas; no era de gratis todo lo que se decía de aquel señor.

No sé cuándo pasó, pero de pronto, como salido de la nada, don Luciferino apareció a media calle prendiéndose otro cigarro almizclado; en la bolsa del mandado cargaba una cabeza de puerco, aún chorreante de sangre. Sé que no solo yo lo vi, todos en la colonia vimos a ese señor aventando el cerillo al piso y dar una onda calada. Y a nadie se le olvida cómo nos miró, yo digo que nomás me lanzó los ojos a mí, pero los vecinos también sintieron que les escudriñaba hasta en lo profundo del alma. Justo entonces, un viento de invierno proveniente de la Sierra azotó las ventanas y apagó todas las velas.

“Que don Luciferino fue con la niña Lucy… no crees que hayan hecho sus cosas, ¿verdad, Cleo?”.

Ese miércoles, todo Churubusco el Alto estaba atento con sus bolsas esperando comprarse un chisme o dos en la chanchería; pero nada. La puerta permanecía cerrada desde el día anterior. Los parroquianos se fueron pronto, aunque querían satisfacer su curiosidad, unos olían azufre y otros que a podrido.

“¿Le habrá cortado la cabeza a la niña? Pues ya ves que le hace a esas cosas… Ay, yo sí me preocupo”.

Lo que sí, esa noche ya se masticaban nuevos rumores en las casas: vieron la combi de las jerónimas estacionada afuera del convento, señal de que doña Lucía había acabado su estancia en Atototlán de la Paz.

Y pronto, los mercados se llenaron de chismorreos: era difícil no enterarse de las cosas que se decían sobre cómo habían llegado en la madrugada y metido a doña Lucía en completo secretismo. Decían que la sacaron de la camioneta envuelta en sábanas, tapándola por completo.

“Nomás nos dijeron las monjitas que quedó medio desvielada su camionetita”.

Por semanas, no supimos nada de los Honorato. Y eso fue muy malo: Churubusco el Alto se convirtió al vegetarianismo resignado. Quizás en su momento fue bueno ese giro a la gastronomía: arroces, pastas, papas con queso, verduras rellenas y los famosos naquitos que empezó a preparar doña Mitotes.

Pero no hay manera de cambiar la dieta tan fácilmente. Y aunque quisimos ignorar la falta de chuletas y demases, los ruidos provenientes de la chanchería nos recordaban esa hambruna a cada rato. ¿Y qué eran? No sabíamos: los de la calle veíamos entrar y salir a carpinteros y herreros; algo andaban construyendo allá dentro.

“Y hasta las 9:00 de la noche, fíjate. ¿Pues qué tanto harán?”.

Todos nos preocupamos, queríamos regresar a la grasita del tocino. Los Miramontes empezaron a vender sus reses, pero eran precios tan elevados que seguimos resignados a vivir sin carne. Sin embargo, cuando los arreglos terminaron, la chanchería reabrió sus puertas un bendito 15 de marzo.

“Que doña Lucy ya volvió a las andadas. Y hasta se ve más repuestita”.

Todos en Churubusco el Alto visitaron de nuevo el local. ¡Qué delicia! Volver a la carne era un gusto para el paladar, pero, además, habían remodelado toda la chanchería. Antes, podíamos ver a todas cara a cara; ahora una barra impedía mirar tras el mostrador, y por más que quisieras, doña Lucy te veía siempre desde arriba. Además, estaba aquel listón verde olivo enmarcado en vidrio que le daba una sensación de ritos fúnebres al lugar. Muchos preguntaron qué era aquello, pero doña Lucy nomás se hinchaba de trompas, refunfuñaba para sus adentros, y decía “Ya ve, regalos que le hace la vida a una”. Así, nadie tuvo razón de aquel cuadro o del nuevo mobiliario. No hubo quejas reales, y con doña Lucy a cargo, la carne de puerco empezó a sabernos tan sabrosa como nuestro antojo.

Los martes se quedaron de vigilia: hasta eso, les pareció un buen día de descanso a los Honorato. Pero, aunque libre, la señora dejó de aparecer en las calles. Ahora era su hija o el marido quienes veíamos por el mercado y los mandados: caminaban nerviosos y hasta asustados de toparse con alguna persona chismosa que quisiera sacarles plática.

“¿Qué crees que tenga doña Lucy que ya ni la vemos en el Club Numismático?”.

Suponíamos que aún estaba mal de los nervios. En el bar, don Liberación decía que quería ayudarla con unas gotitas, pero tenía que examinarla, y su familia rechazaba la visita de otros.

La extrañaban en las fiestas y reuniones; ella declinaba con tristeza aquellas invitaciones no sin antes suspirar como si realmente le calara no asistir al Club Numismático a chismorrear sobre el pueblo, las personas o la Mitotes.

Ya en verano, las gentes llegaban a la chanchería por la mejor carne de puerco, no para preguntar por aquel listoncito verde olivo, ni por el mostrador alzado, ni por la renuencia de la señora Honorato por salir. Era una tensa calma donde no había ningún problema, no existían dudas incómodas ni comentarios irreverentes.

Sin embargo, esas voces chismosas que nunca dejan de sonar hicieron de las suyas.

“Tenían algo, te digo. Cuando la regresamos en la combi se veía extraña”.

“Se me hace raro que no quiera verme, si antes éramos tan buenas amigas”.

“Ese listón verde es el que tenía Mary cuando se les ahogó en el río”.

“Ya es la tercera vez que le cambian las maderas, parece que le caminara un puerco encima”.

“Algo ha de tener qué ver don Luciferino; si me acuerdo de aquella noche”.

“Pues sí, fíjate; pero la carne les sabe más sabrosa. Eso está raro, ¿no?”.

Todos empezaron a dudar, a hablar tanto, a quejarse y a meterse donde no les importaba. Había chismes por todos lados: que si era carne de verdad, que si se había vuelto loca en Atototlán de la Paz, que si le habían operado el cerebro, que don Luciferino había hecho de sus artes negras para traerla de entre las garras de Los Muertos.

“Tengo un primo que es camillero en Atototlán de la Paz… Ni sabes lo que me dijo…”.

Cuando llegó esa información, todo Churubusco el Alto esperó fuera de la chanchería con sus bolsas de mandado y montones de billetes. Desde la ventana se podían ver a cientos de personas arremolinadas para ver a doña Lucy. Pero lo Honorato, con honor hasta en el nombre, les hizo de tripas corazón y no abrieron ese día, ni el siguiente, ni muchos más.

 

El regreso del vegetarianismo hizo que todo el pueblo empezara a arremangarse el estómago y adelgazar peligrosamente. Estábamos hartos de comer frijoles, arroces y esos malditos naquitos de con doña Mitotes. Así que, en masa, todas las amas de casa se fueron directito con el padre Aparicio. No lo querían tanto porque no le llegaba a los talones al padre Arnulfo, obispo de la capital; pero si él tenía a Dios de su lado, seguramente algo podría hacer.

Desde las ventanas, estábamos al tanto de esa noche. Los golpes en la puerta sonaron como un Kyrie Eleison de carnicería. Ya luego de dialogar un rato, el padrecito entró a la casa.

“Que lo dejaron pasar, fíjate”.

“Ay, que las haga entrar en razón; qué culpa tenemos nosotras de que le fuera tan mal”.

El domingo siguiente, el padre Aparicio fue muy claro: si queríamos nuestras carnitas, bisteces y chorizos, nada se debía decir de Lucía Honorato.

Encopetadas e inconformes, Churubusco el Alto se encargó de que los chismes cesaran.

Entonces, abrieron de nuevo: Lucy y la señora Honorato manejaban la chanchería con dedicación. A veces la carne les sabía envinada, a veces algo amarga: como la vida misma. Pero lo que sí se nos permitió ver de nuevo, fue a doña Lucía de la mano de su esposo de camino al mercado. Estaba sana y cuerda, era lo importante; esas patas de puerco que ahora tenía eran lo de menos.

“Que el marido de la Lucy se está enflacando, ¿te fijaste?”.


Imagen de Suju, en Pixabay


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