jueves, 22 de noviembre de 2018

Unheimliche

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En medio de la noche, cuando estamos dentro de la cama, tranquilos, en soledad, disfrutando de las sábanas; de pronto se escucha un ruido. Un sonido proveniente de algún lugar atormenta nuestro cerebro y nos rompe la conciliación del sueño.
Las sombras se hacen más densas, las distancias más extensas. Alagar la mano para prender la luz resulta imposible, porque sabemos que las cobijas nos protegen de aquello que está afuera, de eso que quizá nos está esperando: bajo la cama, tras la puerta, en el pasillo. ¿Cerramos bien la puerta de la casa? ¿Es algún ladrón que entró o será algo peor? Quizá supera nuestra fuerza humana, es algo que no se ha podido vencer desde hace muchos años.
Provenientes de las noches sin luna, el terror se mete con nosotros en las sábanas, y espera por salir. Es ese polvo sulfuroso que dejan los demonios al transmutarse en nuestros conocidos para espiarnos en la cotidianidad del día, es esa araña que avanza lentamente por nuestro brazo cuando la dejamos caer fuera de nuestros sueños, es la misteriosa sombra humanoide que nos mira desde la ventana, aún sabiendo que no hay nadie allí.
Estos miedos vienen desde mucho antes que nuestra misma existencia como homo sapiens. Es nuestro instinto de supervivencia quien nos grita: “¡Corre!”, quien nos hace tocar las paredes en la oscuridad para no caernos, quien nos invita a canturrear en una casa sola o a rezar —incluso antes de la existencia de Dios— para que nada nos atrape y nos consuma.
Los monstruos habitan este mundo desde antes que nosotros, y han subsistido porque se han alimentado de nuestros miedos. Son crueles, son despiadados, y saben cuándo asustarnos; porque, aunque durmamos junto a nuestros seres amados o, aunque compartamos cuarto, ellos saben en qué momento estaremos susceptibles para sus turbaciones.
Por eso los monstruos han existido siempre, desde la mitología que creaba nebulosas imágenes de entes carroñeros, cruentos jueces de nuestras almas que nos condenaban al oblivion, ellos moraban en nuestra historia con nombres como Zet, Fenrir y Orochi.
Los ricos erigieron fortalezas queriendo rascar los cielos, lo más cercano al sol que tanto lastima al maligno. ¿No pensaron esos alarifes que las paredes de maciza roca también les servirían como refugio a ellos? Bram Stoker nos contó los peligros upíricos de seres hematófagos que tienen la posibilidad de convertirse en niebla para robarse nuestra vida en medio de las noches. La “invitación” que tanto presumen las películas no son más que patrañas: en todos lados puede entrar la maldad: en una persona, en un ídolo, en una roca o hasta en estas hojas. Por ello, dentro de estos palacios que separaban a la aristocracia de la plebe, ellos vivían regodeándose en la mísera carne y sangre humana que los alimentaba.
Ante semejante peligro en las cimas de las montañas, levantamos murallas e iniciamos antorchas. Nuestra fútil tarea era alejarlos de nosotros; pero en nuestro intento, hicimos callejones oscuros: cuántos Londres, cuántos Parises, cuántos Guanajuatos no son la cuna de infames criaturas que respiran nuestros cabellos en el anonimato del viento, o que pisotean nuestras sombras al compás perfecto de nuestra marcha y que —misteriosamente— nos causan un sobresalto al equivocar el ritmo; quizá por error, quizá porque quieren que sepamos que están ahí. Estas mismas calles son las que el asesino de la Rue Morgue recorría con chillidos bestiales, aquellas donde Mr. Hyde —¿o sería Jack The Ripper?— se limpiaba la sangre de sus nudillos después de masacrar prostitutas y panaderos. Son las calles donde las ánimas esperan a noctámbulos para tocarles el hombro y llevarse el alma de estos feligreses a los avernos tras un paro cardíaco.
¿Muy terrenal? Recordemos que el humano es un punto mísero en el cosmos. El universo vibra de cierta manera, como si nos alertara de que hay algo más allá. Quien escuche la sinfonía de los planetas podrá percibir esos susurros que enloquecieron a Abdul Alhazred, autor del Necronomicón; mismos que hicieron levantaran la vista al cielo a las personas antes de las desgracias radiodifundidas por George Orwell en La guerra de los mundos. Las estrellas plañen una admonición: seres transdimensionales ocultos en trapezoedros resplandecientes buscan afligir nuestro espíritu; pero ignoramos el mensaje, dejando que se aproximen a nosotros, mientras ignorantes, ponemos en nuestros oídos cualquier canción insignificante.
El monstruo advierte: es una señal del funesto destino, del desenlace trágico en que acabará nuestro enfrentamiento con ellos. Un monstruo es un algo, es lo desconocido; debería ser vencible; pero nosotros nunca sabremos cómo. Los idiomas más vernáculos se quedan cortos ante sus palabras. Fantasmas y gnomos huyen aterrados de aquellos a los que la historia literaria les dedica el Horror.
Nadie está a salvo de ellos, ni con las luces encendidas, ni abrazando al ser amado. Quien no duerme enloquece. ¿Es culpa del cerebro o son los monstruos los que nos visitan tras la vigilia y nos revelan su temible rostro?

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