viernes, 7 de agosto de 2015

Cinefilia

Si de edades se trata, cada generación tiene un gusto distinto y algo que separa completamente la forma de ver el mundo es lo que los sociólogos han tratado de llamar “plataformas” o “soportes”. Los sumerios leían en tablillas de arcilla, la Edad Media vio la transición del pergamino al libro y cuatrocientos años después, tuvimos la fortuna ―o no― de pasar a la pantalla que amenaza con suplantar a nuestra apreciada plataforma de papel. Desde que los hermanos Lumière proyectaron ese tren en dirección a sus espectadores, muchas plataformas han resguardado el material audiovisual. De igual modo han existido diversas maneras en que la sociedad observa este hecho.
La primera ocasión en que la imagen cobró vida, puede remitirse a la primera ocasión en que las sombras del hombre primitivo se proyectaron en las cuevas neolíticas. Los chinos desarrollaron un sistema más tecnológico en el siglo vii. Su idea de “sombras chinescas” era una pantalla de papel arroz iluminada por la parte trasera donde se podían proyectar pequeñas figuras de papel. Desde la Dinastía Tang hasta la Dinastía Song tuvieron lugar compañías de teatro que iban por las casas de los nombres y los pueblos para transmitir su arte. En el siglo xviii ya se conocía en casi toda Europa el teatro de sombras chinas Gracias a los viajes de Marco Polo. De ese entonces, y hasta finales del siglo xix nada impactó tanto como los fotogramas consecutivos que para los Lumière ―“Luz” en francés― era meramente una moda pasajera. Estos rollos se convirtieron en objetos coleccionables de la tradición cinéfila.
Cuando alguien se enamora de una historia leída, tiende a conseguir el ejemplar en físico y tenerlo en su colección privada; pero con las películas no fue posible en sus inicios. L'arrivée du train es el primer rollo de película datado en 1895 debería costar una buena cantidad de millones. Los Lumière no imaginaban que más tarde celulares y computadoras ―convendría explicarles primero qué son dichos affaires― grabarían videos en un espacio infinitesimalmente pequeño.
Pero de ahí en más se fue evolucionando. Desde los primeros cartuchos, hasta los casi olvidados beta o vhs, sirvieron para coleccionar películas. Introducidos por Sony en 1975, las videocasetes beta llegaron a ser orgullo, prez y gloria de los cinéfilos. Aquellos aficionados de las producciones audiovisuales conservaron sus películas en un espacio de 156 × 96 × 25 mm. El cartucho brindaba la comodidad para reproducirlas en la pantalla chica sin necesidad de un proyector especializado. La manía de los vhs y su gran utilidad causó la primera ola de aparatos obsoletos. Aunque ya estaban los casetes de audio remplazando los vinilos, las películas hicieron que se notara aún más este paso hacia el futuro.
Los vhs de Panasonic dominaron el mercado cinematográfico desde la década de los 80 dejando a Sony con un mal sabor de boca. Todos los despampanantes ejercicios mercadotécnicos de compañías como Walt Disney Studios Motion Pictures ―heredados de Buena Vista Pictures Distribution― como teñir de color pastel sus casetes, colocaron al vhs sobre el beta y Betamax. Todos apilados, emulaban una colección de libros de puestos de periódicos, con los rostros del protagonista o princesa en turno en la parte de arriba, y la tipografía particular de la película en cuestión, las colecciones de Disney se hacían notar en toda casa con varios ejemplares.
El dvd rompió el encanto de Cenicienta en 1995. Llegó como una ampliación del poder del cd-rom de Phillips. Su poder era mucho mejor que el de su predecesor y, en definitiva, se podían almacenar más cosas en él. Las películas tenían una calidad desbordante. Aún no se conocía el término hd ―equivalente a 720p―, pues el dvd funcionaba entonces en televisores de 600p, que significa el número de líneas verticales en barrido progresivo.
Los dvd permitieron al mundo digital guardar datos y películas que en su tiempo acumulaban muchísimo espacio en el ordenador para resguardarlos en esas carteras con separadores de fieltro blanco. ¿Cuántos no quemamos “Música A-J” y “Música K-Z” en dos dvd? Aquí nació también la compraventa desmedida de los marcadores permanentes de punto fino, todo gracias a la comercialización del dvd que ahora nos golpea como un problema ambiental.
Así nació un modo distinto de almacenar películas excesivamente. Internet tenía ya la velocidad necesaria para no tardar una semana en bajar un capítulo de 20min, sino día y medio en una película de moda. Aunque a veces los subtítulos estaban en un idioma apenas reconocible, las películas fueron invadiendo internet, surgiendo páginas para descargar subtítulos en tu idioma. Además, con la salida al mercado de los discos duros externos, se podían resguardar en un volumen menor al de una Biblia de bolsillo, todas las películas de Disney en medio terabyte.
Hoy en día, el almacenamiento de películas se ha vuelto innecesario. Borramos fotografías ―que de “grafía” ya no queda mucho― de nuestros celulares cuando se llega al límite de memoria. No dudamos en eliminar programas que antaño nos sirvieron, o videos ―que siempre ocupan bastante― sin chistar. Muchos archivos son omitibles; sin embargo guardamos con recelos otras cosas que nunca saldrán de nuestra vida, como un viaje, un primer “algo”, o aquella imagen donde uno se ve excelente y seguro decora nuestro perfil en redes sociales.
La vida se transforma en un click. Ya ni siquiera se guardan vínculos o marcadores en el buscador de interne, dejamos que Google nos indique el camino. Cuando mucho se crea un bloc de notas ―notepad para los ingenieros en sistemas que conocen el atajo Win+R― y se deja en el escritorio pensando en regresar a él. Se regresa; pero muchas veces el tiempo y las prisas nos obligan a cerrar el archivo .txt y continuar en la procastrinación y el zapping.
Las nuevas generaciones ―y las no tan nuevas― prefieren buscar la música en YouTube a descargar canciones en su computadora o celular. Lo que era antes un ritual extraño: entrar con el celular a al baño para escuchar música en la ducha, ha devenido para muchos quienes prefieren su “Lista de reproducción” y esperar a que se carguen los videos al tener una mala recepción del WiFi, lo que hace, además, espantoso el suplicio de descargar una melodía.
Lo mismo acontece con las películas. Aquellos orgullosos coleccionistas que tenían en su haberes digitales cientos de películas ―y entre su acervo incluyen algunas no tan buenas―, empiezan a suprimirlas como si fuesen fotografías tras la aparición de servidores como Netflix, ClaroVideo o Popcorn Time. Vale más la pena guardar otra tipo de archivos que películas encontradas con elativa rapidez en internet. Ya muy poco queda de esas cacerías de videos extraños o la compraventa en mercados subculturales donde uno podía adquirir el famoso “cine de culto”, que iba desde lo pulp, lo noir y demás términos rimbombantes.
El mundo de posibilidades está limitado ―igual que la televisión por cable― a varias centenas de programas, pero ―igual que con los libros― sería imposible verlas todas, y esto lo hace un catálogo bastante amplio, pues en una sociedad de apuros, no se podría dedicar mucho tiempo a estos placeres de la pantalla. Si se decide ver una serie televisiva por completo, es como leer toda la producción de un autor conocido. Series intensas de más de 40 min están revolucionando el mundo de las producciones audiovisuales. Algunas series de la bbc como Sherlock, o especiales de Doctor Who, duran poco más de 90 minutos de intensa acción, donde nadie osaría despegarse de la pantalla si no hubiera la opción de pausar y continuar viendo horas más tarde. A veces resulta es más entretenido seguir una serie de ocho temporadas que una película. Eso dependería del espectador, sus gustos, espalda y alma crítica.

La felicidad siempre ha sido relativa. En ocasiones comprar un helado en un día caluroso nos da tanta satisfacción como terminar una carrera universitaria o ganar un premio; pero el coleccionismo audiovisual ―al menos contemporáneamente― ya conserva kilogramos de cinta o discos compactos; sino marcas de “Visto” y calificaciones de cinco o cuatro estrellas un centenar de películas y de series. Las colecciones se han vuelto digitales. Muchos sufrirán cuando un servidor se caiga y no encuentren sus películas en la lista de espera que jamás verían. Son los mismos comportamientos que en siglos anteriores, pero ahora en 2.0. La felicidad y los gustos han cambiado; para ser cinéfilo, basta conectarse a la red con mayor intensidad.

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