miércoles, 25 de noviembre de 2020

La llave de bronce

Cada mañana, Felipa se hacía camino hacia el mercado con cientos de ideas pululando en su cabeza: junto a la lista de compras, rebotaban de un lado a otro de su cabeza términos y fórmulas. Esto ocurrió rutinariamente durante los primeros años de su vida, siempre cumpliendo con las normas impuestas por su familia: no descuidar a su hermano, no perder el tiempo leyendo, no hacer nada que diera de hablar a los vecinos. Más que reglas, eran prohibiciones, y su responsabilidad como la hija estaba ligada a lo que sus padres dijeran; le gustara o no.

Sin embargo, la posibilidad de ser la encargada de preparar la comida era algo bueno, pese a todo. La razón distaba mucho de las artes femeninas; ella estaba enamorada de descubrir lo que había atrás de aquellas ciencias. Felipa tenía un alma de investigadora: cuando abrió por primera vez los antiguos libros de su abuelo, se enteró de todas las fuerzas que interactuaban en su día a día. Desde temprana edad empezó a leer sobre temperaturas, oxidaciones, reducciones y demás palabras que le habían sorprendido sobremanera. Felipa sabía poco de esos secretos matemáticos reflejados en los libros, pero con paciencia, empezó a experimentar lo leído. Lo difícil no era reducir sus términos de laboratorio a una simple olla o sartén, sino comprender el complicado alemán de los ejemplares de su abuelo. Con el tiempo, adecuar y traducir se hicieron parte de su vida cotidiana y de esa rutina de señorita de hogar.

Las noches se las dedicaba a leer aquellas páginas. Sus sueños eran arropados por fórmulas flotando en su mente, susurrándole cariños hasta entrada la madrugada. Temprano, debía salir en busca de materias primas interesantes: una gallina grasosa, papas llenas de almidón, semillas rebosantes de aceites esenciales, y a veces frutos dulces que convertiría en alcohol; de haber sido mayor de edad, esto último lo habría hecho todos los días. Así, anotaba en su recetario complicadas reacciones: cómo se cuajaba la grasa con el frío, el color lechoso que cobraban las salsas cuando le agregaba aceite o la tan compleja fécula de maíz: en toda su vida había descubierto por qué se comportaba tan extraño cuando la diluía en agua. ¿Y para qué hacía todo esto? Las lecturas, experimentos y anotaciones eran para volverse profesora de alguna universidad, la misma donde había vivido su abuelo: en Burkenreich.

Churubusco el Alto no tenía ninguna casa de estudios superiores, ni estaba cerca de llegar a tenerla. Ni siquiera en la ciudad más cercana, Atototlán de la Paz, podría encontrar algo similar a una escuela. Una opción sería la capital, pero sus padres jamás aceptarían que ella se dedicara a estudiar cosas de hombres, mucho menos porque debía cuidar a su hermanito Armindo Moles, quien nació con las piernas atrofiadas y postrado sobre su silla de ruedas. Felipa era la única que empujaba al pobre Armindo, era su culpa por robarle la fertilidad a su madre, era su responsabilidad porque ella sí caminaba y el hombrecito de la casa no. Así, la posibilidad de irse era distante. Lo que había descubierto en los libros de su abuelo parecía una mentira: ese mítico lugar —Burkenreich Universität— era tan lejano para ella a pesar de que sus antepasados provenían de allá, lo supo cuando encontró entre uno de los ejemplares de la biblioteca, una postal de una hermosa ciudad colonial, la letra de una tal Hilde Müller, su tía abuela, movió su espíritu y le conmovió más. Algún día visitaría aquel pueblo suizo, quizá hasta podría dar clases allá. Quienes conocían tantas cosas, terminaban siendo profesores como el señor Enquiridión González.

Su padre nunca le compartió la historia del abuelo; ella la había descubierto en los diarios escritos en alemán guardados en el despacho de la casa. Gustav Müller había llegado desde Europa cuando abrieron las minas gracias a su mejor amigo y próximo cuñado Ferdinand. Sus estudios profesionales eran de geólogo y metalistero, por lo que había sido llamado por el entonces alcaide Reynaga para diseñar un modo de extracción de aquel metal. Su misión era sacar de las entrañas de la Sierra Caliza la añeja y pastosa plata. Reabrieron los túneles clausurados hacía cien años y dejaron a Gustav Müller trabajar.

Gustav Müller había llegado como un extraño, pero pronto se volvió un pilar de la sociedad: un extranjero que apelmazaba piedras enormes de plata en los socavones. Poco a poco su abuelo dejó de serle útil a las minas: cálculo que hacía, cálculo que salía mal, y era porque no contaba con que Los Muertos del pueblo endurecían y reblandaban los suelos a su capricho para que los dejaran descansar. De no haberse casado, seguro habría visto la pobreza. Fue así que el apellido alemán perdió su fuerza, tanto así que se castellanizó hasta cambiar por algo más propio de las tierras americanas.

Quizás poco quedaba de Suiza en sus venas, pero Felipa se hizo fluida en aquel idioma que ni siquiera su padre o tía conocían. Tanto así, que ella se sorprendía repitiendo poemas, obras de teatro o frases sarcásticas en alemán. De hecho, pensar en dos idiomas le permitía separar su mente cuando trabajaba, y con facilidad era una de las personas más inteligentes de todo Churubusco el Alto; el acabose se daría más tarde.

En Churubusco el Alto estaba penada la brujería, de esta suerte, cualquier mujer con un mínimo conocimiento de los secretos de la vida, era vista como peligrosa y hereje. El padre Arnulfo había condenado en una ocasión a una de las sirvientas de su tía por decir sepa qué en latín; quizá ni siquiera era algo demoniaco, el padre no conocía aquel idioma arcaico. Sin embargo, el castigo de la pobre Melania — sirvienta en la casa de las tías segundas de Felipa— fue de veinte azotes con un fuete mojado en agua bendita. Los recuerdos de aquella penitencia siguen decorando el patio trasero del convento de las jerónimas, esas gotas cafés son recordatorio de que la magia no es bien vista. Todos los habitantes llegaron a este acuerdo, pese a convivir diario con los Sánchez y sus artes chamánicas. De esta experiencia, se le quedó grabado a Felipa que no debía dar a conocer su inteligencia.

Por eso no quiso involucrarse más allá de calcular las tazas de azúcar necesarias para una mermelada; cuántas horas o grados requería una masa para elevarse; aprendió de fermentación y otros menesteres.

Y por años quedó así: una mujer que cumplía con el estándar de saber cocinar con sazón; nadie se podía imaginar todo aquel proceso científico que respaldaba la buena cuchara de Felipa. De esta suerte, jamás imaginaron sus objetivos secretos alejados de los oídos del pueblo y, sobre todo, de su madre, porque cuando Felipa confesó sus intereses, ardió Suiza.

La señora Coraldina de Moles ya se imaginaba aquellas desviaciones que se llevaba entre manos su hija. Esa amistad con Froilán de la Cruz y Davidcito Domínguez no le gustaba en absoluto. Esos muchachos no tardaban ni cinco minutos en platicar de los misterios de Churubusco el Alto. “Verdades científicas mis nalgas”, recalcaba su madre al escucharlos. Y por ello, cuando Felipa se abrió a sus padres pensando en que entenderían su futura vida académica. Suiza no se puso más cerca; sino imposible. ¡Nunca iban a mandar a Felipa a las Europas! Al contrario, se iba a quedar en Churubusco el Alto para siempre. ¡Nada de ciencia! Sería el mismísimo Señor Jesucristo quien le iba a bajar esos humos de grandeza. En menos de una semana, Felipa ya estaba siendo entregada a las jerónimas para convertirse en novia de Jesús. ¡Qué ciencia ni qué nada! La educación de una mujer solo podía servir para alabar al Señor. ¡Luego acabarían igual que el abuelo Müller!

Así, la pobre de Felipa abandonó su vida —no solo a su hermano y amigos, sino también su nombre— para convertirse en sor Filiana. Por más que se quejó, no tuvo voz ni voto, y como monja, perdió casi toda su individualidad.

 

Durante más de seis años, la hermana Filiana desapareció de las calles. El único contacto con el exterior lo tenía al salir a comprar al mercado, pero esa responsabilidad se la dieron hasta varios años después de abonarse a las filas del Señor. Su padre era su única visita, una vez cada tres meses y en veces le contaba cómo su hermano seguía mirando la ventana en dirección a la chanchería de los Honorato. Pero su padre decidió ausentarse de su vida, hacer perdedizas las cartas que Froilán le mandaba a su hija y todo ese abandono ayudó a que sor Filiana buscara desdibujarse de esos pasillos monacales.

Debieron haberlo sospechado, cuando sor Filiana mató a las mejores gallinas y molió las más finas especias era una señal de advertencia; sobre todo cuando cortó las frutas más dulces para preparar un refresquito delicioso. Las jerónimas tuvieron una cena de última voluntad. En su celda, esa noche sor Filiana amarró sus sábanas a las vigas de su techo y subió a una silla. Su plan era ahorcarse y ya, sin explicar nada. Seguramente las hermanas se preguntarían el porqué, notando —quizá— que habían sido cómplices de aquella tragedia.

Sor Filiana subió descalza a la silla. El crujido parecía incitarla a que no lo hiciera: le rogaba que recapacitara; puso la almidonada sábana alrededor de su cuello.

Se quedó unos segundos pensando, mirando por la ventana aquella noche de luna llena.

Reflexionó sobre la muerte y el pecado. ¿Cuánto tardaría en morir? El tiempo en que la sangre dejara de estar oxigenada, el peso de ella, la altura de la viga; no era suficiente para dislocarle el cuello y matarla de un solo tirón, pero ahorcarse en otro lugar era imposible.

En medio de ese velado arrepentimiento, le llegó un olor conocido, similar al de su padre, al de la familia Moles: era humo de cigarro. Seguro eran desvaríos; sin embargo, un chiflido con el ritmo de Mussorgsky le llevó su atención a lo que estuviese pasando afuera de su celda.

—No me diga que tan desamparada está una monja.

Esa voz reptó hasta los oídos de sor Filiana entre los barrotes de la ventana; por unos instantes se sintió mejor sin saber por qué. El timbre de aquella persona le tentaba a seguirlo. Quiso desmontarse el yugo de su cuello y averiguar qué sucedía allá abajo.

—No me gusta lo que está a punto de hacer, hermana.

La voz era educada, como debían ser las voces europeas según ella.

—¿No quiere bajarse de la silla y acercarla a la ventana para que platiquemos? —aquella invitación le pareció incomprensible—. De nada le sirve morirse con la duda de quién soy. Si tanto quiere, después de platicar conmigo, vuelve a amarrar esa sábana en su cuello. Yo le puedo decir un nudo más efectivo que no le lastime y la asfixie más fácil.

Sor Filiana analizó que, por más atento que hubiera estado aquel extraño, jamás habría sabido que se estaba ahorcando. Su celda se localizaba en segunda planta y, a menos que tuviese una escalera, era humanamente imposible saber todo aquello.

Con premura deshizo la horca, bajó de la silla, la arrastró hasta la ventana y se asomó a la calle. Ahí estaba fumando un hombre de zapatos puntiagudos, el bigote era un refinado mostacho arremolinado en sus puntas y traía un fino saco de lino púrpura con líneas rojas. Esa cara socarrona, el tono tan pedante, las caladas al cigarro, el saberlo todo cuando nadie le decía algo; había escuchado de aquel hombre: era don Luciferino.

—Perdón que le hable desde acá afuera, pero nadie me ha dejado pasar al convento a saludarla, hermana.

—Lo que quiera, no lo va a obtener de mí, engendro.

—Ay, hermana. Permítame empezar antes de hacerme juicio de valor. ¡Me preocupa que usted se quiera matar teniendo tanto potencial! ¿Qué no razonó con su increíble mente científica todo lo que estaría dejando de lado?

Era la primera persona en decirle a sor Filiana que era valiosa.

—Yo la puedo ayudar. A lo mejor no me tiene confianza. Yo tampoco me tendría confianza, y eso es digno de alguien listo, debo confesarle. Sin embargo, busco llegar a un trato con usted… algo que… que no la haga perecer; algo para sacarla del hastío en el que está ahorita. ¿No quiere darle uso a esa ciencia que se carga en el cerebro? ¡Venga! Seguro que no va a echar en saco roto todo lo que aprendió desde chica… “Wir müssen jeden Moment leben”.

Esa oración —lo supo sor Filiana— provenía de las obras de un tal Ancel Schmelel encontradas en la biblioteca de su abuelo con una dedicatoria a sus amigos y mecenas. Era del poema “Carpe diem” el cual había memorizado en alemán.

Sor Filiana —y la desmuerta Felipa Moles— comenzaron a salivar para sus adentros como si estuviese frente a ellas un humeante platillo delicioso tras un ayuno cuaresmático. Ese hombre habría sido un compañero de charlas perfecto. La Madre Superiora indicaba tajantemente no prestarle atención a aquel sujeto.

—¿Y usted qué gana?, ¿qué quiere de mí? No lo hace de a gratis.

—Claro que lo sabe. Ha leído mucho, incluso su abuelo tiene un libro dedicado a mí: luego lo busca —le guiñó un ojo—. Me maravilló su conocimiento de alemán desde niña… pero ¿ignorar el gran papel que está por jugar en nuestro pueblito…?

—Mi hermano me contó cosas de usted y de cómo engañó a Lucy. ¿Qué quiere?

—¿Cómo voy a engañar a la persona más lista de toda esta ciudad? Seguramente usted resultaría más sabia que el mismísimo Odín.

El nombre de un dios ajeno les dio pesadillas a las monjas. La madre Antonia abrió los ojos de golpe. Sor Filiana, impresionada, soltó sus atavíos y se dispuso a escucharle.

—Y entonces, ¿por qué no quiere que me mate?

—Con usted no puedo llegar con apariencias, ni con falsos disfraces. Usted y sus amiguitos conocen muy bien a Churubusco el Alto. Por eso, me sirven para que sobrevivamos a lo que se nos viene. Nuestro tiempo está ya muy avanzado y no quiero desperdiciar todo esto. Necesito guardar todas las palabras dichas en Churubusco el Alto, no solo las personas, sino hasta lo que dicen las casas y los animales.

—No entiendo; ¿quiere que escriba la historia del pueblo?

—No… usted no tiene esa pluma. Su hermanito sí, ¿sabe? Puedo hablar con mi amigo don Apolonio Garcés para que le dé unas recomendaciones: ya sabe, conjugaciones, puntos de vista, cosas de escritores. Pero a él tampoco lo necesito.

—¿Y yo que, entonces?

—Hermana… Usted es la clé principale en todo Churubusco el Alto.

—Ya no ande con rodeos, ¿qué quiere?

—Regalarle esta llave —en su mano, la figura de bronce pareció brillar como si estuviera recién fundida— esta es la llave de la biblioteca.

—No hay ninguna biblioteca en todo Churubusco el Alto.

—Sí, sí la hay —sus colmillos enmarcaron una sonrisa aterradora.

—¿En el convento? ¿Dónde?

—No, aquí a dos calles se inaugurará la Biblioteca Regional y usted debe administr el lugar, sor Filiana. Claro, a modo de castigo por estar despierta a tan altas horas de la noche escribiendo y leyendo.

—¿Cómo?

—Es lista y no desperdiciará esta oportunidad, hermana. Baje de esa silla y póngase a leer los papeles de su escritorio.

Al mirar, sor Filiana encontró en la mesa un par de hojas manuscritas: reconoció la letra de Armindo, su hermanito.

Cuando regresó sus ojos, notó cómo aquel hombre se alejaba por las calles dando una calada a esos cigarros de azufre y almizcle.

—¡Oiga! —gritó sor Filiana—. ¿Qué nudo debería usar para matarme?

Don Luciferino se rio por lo hondo y tiró la bachicha de cigarro al piso. —Si tanto le interesa, va a estar en su escritorio en unos días.

El hombre desapareció tras la esquina. Las calles quedaron mustias, como si él —o la depresión de sor Filiana— jamás hubiese pasado por ahí, dejando como única prueba el aroma del cigarro flotando en la bruma.

La monja sonrió y se jugó todo en ese momento desanudó la horca: regresó su silla a la mesita. Ahí estaban unas hojas escritas con la reconocida mano de su hermanito: era un cuento sobre una profesora en la ciudad imaginaria de Töden, Suiza.

Quiso sonreír, pero la tranquilidad de la lectura fue tajada por la madre Antonia, quien llegó a revisar su celda y verificar qué hacía despierta a deshoras.

Según la madre Antonia: la literatura era materia profana, vedada para las jerónimas desde que su santa patrona, sor Melchora de Eixample, la había prohibido. Esa era la razón principal para agendarle un severo castigo a sor Filiana.

Si sor Filiana no hubiera tenido conocimientos vagos de su futuro, esa amenaza le habría quitado el sueño; pero al contrario, le dio el más tranquilo descanso de todos. La novicia se llenó de paz, porque, ya fuera Dios o fuera el Diablo, aquello no estaba tan mal previsto.

 

Como era de esperarse, sor Filiana despertó temprano y comenzó sus rezos. La madre Antonia la vigilaba con ojos de escopeta desde el fondo de la capilla. Tras servir el desayuno, recibió su citatorio para hablar con la superiora en el despacho del padre Aparicio.

—¿Sabe que está prohibida la literatura en este convento, hermana? —ni un “Buenos días” la recibió al entrar a la oficina.

—No.

—Desconocía esos gustitos suyos. Debe de irse dando cuenta de que esas manifestaciones artísticas no sirven de nada si no están dirigidas a Nuestro Señor o a la Virgen.

Sor Filiana sabía que su madre jamás le había comentado a la religiosa nada acerca de los gustos desviados de su hija: leer, investigar, querer impartir clases en una escuela. Todo eso era para dar pena; seguramente se lo había guardado como secreto de confesión.

—Espero que esto —la madre Antonia levantó del escritorio las hojas escritas por su hermanito— le haga darse cuenta de que esos gustitos… —terminaron rasgadas ante ella, parando en el cesto de basura—, no los tenemos bien permitidos aquí.

Sor Filiana sintió hervirle el coraje. Quiso responder y gritarle a la superiora, pero se detuvo de golpe cuando vio que la madre Antonia sacaba de su hábito una llave de bronce.

En el despacho del padre Aparicio, todos los cuadros miraron aquel objeto sabiendo que no provenía de algún orden divino, sino que había sido fundida en algún círculo del Infierno; pero esto lo sabían exclusivamente sor Filiana y las potestades angelicales.

—El señor don Félix acaba de salir de aquí y me pidió ayuda a cambio de un dinero para nuestra Orden.

Sor Filiana abrió los ojos como para comerse la escena con los párpados, trató de fingir su emoción, pero una sonrisa la delató; por desgracia, la madre Antonia no se percató de ese desliz al estar concentrada en unos papeles con las indicaciones del alcalde.

—Son libros sin importancia: ciencias duras y tecnología. A ver si así se cansa un poquito de sus literaturas. Limpiará y vigilará el espacio: le va a tocar estar a cargo de la Biblioteca de Churubusco el Alto “Enquiridión González”. Espero usted se desencante de esas historietas románticas —cuando la madre Antonia miró a sor Filiana, esta se puso seria y renegosa—. Ojalá y se harte de los libros. En ellos hay puras mentiras. ¡Me va a leer todos los ejemplares de la biblioteca! Hasta la aburrición… Ya no piense en sus mundos imposibles y tonterías de niña enamorada como las de la otra noche.

Ese espacio se llamaba igual que su profesor de primaria; le dio gusto ver que se había convertido en una persona importante para el pueblo. No se imaginaba cuánto. Además, si ya tenían una biblioteca, ya distaban poco menos de una escuela superior.

—Ojalá esta incursión le haga ver a los libros como lo que son: repositorios de conocimiento y no de falsedades.

En medio de un silencio acogedor, sor Filiana se quedó pensando en todas las posibilidades.

—No está muy contenta con esto, ¿verdad? ¡Me alegra! Retírese ya.

Esperar a darse media vuelta para sacar la sonrisa más auténtica y pulcra de todas. En su mano la llave de bronce le daba un calor latente inusual.

El problema ahora, sería averiguar por qué don Luciferino estaba interesado en esos libros.

 

A partir de entonces, Churubusco el Alto empezó a acercarse un poco más a la civilización. Poco faltaba para ser la Capital de las Artes del Valle Mayor, según dijo don Apolonio Garcés en Las Trece Musas.

Sor Filiana se estableció una nueva rutina: despertar, rezos, desayuno para doce, lavar la loza; después: romper su voto de reclusión para ir a trabajar a la biblioteca.

La primera vez que abrió el lugar olía a pintura y a barniz, aromas desconocidos hasta ese momento: indicio místico de experiencias desconocidas.

La biblioteca consistía apenas de seis mesas con sus respectivas seis sillas cada una. Al fondo, se erguían seis estantes atiborrados de libros dispuestos perpendiculares a la pared. También eran seis las lámparas que daban una iluminación tan pura como la del Santísimo. Sor Filiana analizó que si eso no era un plan numerológico de don Luciferino, era una muy grata coincidencia.

El espacio le encantó de primera mano. La biblioteca estaba ubicada a una calle de la plaza. Antes había servido a modo de almacén de granos y de aquellos tiempos ya no sobrevivía ni el recuerdo. Se habían gastado algo de dinero para adaptar ese bodegón de altos tejados en una casa del conocimiento.

Arremangó sus hábitos y fue al escritorio desde el cual gobernaría ese espacio.

Manual de nudos y amarres Fracfort.

Sor Filiana rio para sus adentros al ver la promesa de don Luciferino cumplida. Sobre su escritorio tenía, a modo de separador, una tarjeta de don Luciferino como “Abogado de lo civil”, la cual marcaba las páginas correspondientes al Nudo coulant. Sacó la tarjeta y la desbalagó en algún lugar al instante en que don Félix Santiago Ordóñez González entró con su paso regordete a la biblioteca. Tras de él, su secretario, Florencio Carcamaz, llevaba una amplia carpeta llena de folios y pendientes. Más allá, un hombre que cargaba un aparatoso bulto esperaba en la entrada del recinto.

—¡Hermana!, ¿cómo se encuentra? —dijo muy quitado de la pena el hombre mientras con estrépito sacudía la mano de la religiosa.

Sor Filiana pensó que al alcalde debería de darle vergüenza entrar a ese territorio con sus botas repletas de lodo, una característica ya innata del político pues decía que recorría a diario todos los caminos de Churubusco el Alto queriendo encontrar una piedra fuera de lugar. Realmente, para todos en el pueblo, eso era una tontería: en vez de comprar buenas sillas para la escuela, encargarse de la seguridad de todos en las noches de Luna nueva o buscar una institución adecuada para el loco Dimas.

—¿Cómo se encuentra? —cuestionó la monja—. Muy buen día. La madre Antonia no me explicó del todo qué quería de mí.

—Mire, hermana: voy a aprovechar mi secreto de confesión con usted. Quiero mi reelección, por eso ando haciendo estas cosas. La gente contenta volverá a votar por mí. ¿O no, mi Florencio?

Sor Filiana juzgó en silencio al hombre mientras el secretario asentía vivazmente. Ahora ella tenía una información interesante para negociar su futuro.

—Don Luciferino —cada sílaba pronunciada por don Félix Santiago Ordóñez González fue emitida con parsimonia y respeto—, quería poner una biblioteca aquí… trajo los libros, los estantes y hasta al señor de la Cruz para darle una pintadita. Nomás nos faltaba quien lo administrara. Y aquí anda usted.

—¿Pero a qué se refiere con administrar? ¿Cuál es mi papel en esto?

—¡Qué filósofa la monjita! ¿Verdad, Florencio? —se quiso reír y el secretario hizo una fingida segunda—. Mire bien: su papel es abrir y cerrar. Usted haga lo que quiera, siempre y cuando no vaya en contra mía. Su salario se lo va a administrar el padre Aparicio, si quiere, ya se arregla con ellos.

—Pero… ¿los libros los vamos a prestar?, ¿vamos a recibir donaciones?, ¿hacemos eventos? Se me están ocurriendo varias cosas para que la gente de Churubusco el Alto…

—Agárreseme los hábitos y espérese tantito —interrumpió—. A ver, mi Florencio: anótale que tienes una cita con la monjita. Quiero que le quede claro: sus ideas son importantes, hermana; solamente me las habla con la persona indicada, no conmigo. Aquí luego vendrá mi secre para platicar con usted.

Esa promesa quedó anotada en la agenda, pero nunca llegaría a realizarse, al menos no con las intenciones que había anotado.

—Pero, entonces, ¿no voy a poder hacer nada mientras …

—No, no, no, no… No se me haga. Usted haga de todo mientras no se me revele. Y no se le olvide decir que yo le ayudé a que se logren todas esas cosas. Le diría que no fuera en contra de las buenas costumbres; pero es monja. Ya se las ha de saber. Eso sí, no quiero que den catecismo aquí, ya tenemos suficiente de las jerónimas de lunes a domingo. Usted se me va a descatolicatizar… ¿descatolizar?… ¡Eso! Y me trabaja de lunes a viernes. Los fines de semana sí se los dedica al Señor; si quiere trabajar los sábados o los domingos, eso ya se lo pregunta su patrón allá arriba a ver si le dice que está bien no andarle rezando. Mientras tanto, yo la quiero en horario de oficina. Si usted decide hacer algo, pues lo hace con su dinero, y si quiere financiación, ahí le busca usted los recursos, que las monjas son rebuenas para pedir.

El largo discurso político dejó a sor Filiana con una cosa segura: ese lugar le pertenecía.

—¡Florencio! —gritó el alcalde—. ¡Saque la cámara!

El aludido le gritó al fotógrafo traído desde Atototlán de la Paz. El hombre colocó en el pie una antigua cámara de bulbo y encuadró al político, al secretario y a la religiosa. Ella se quedó sin saber qué cara poner. El alcalde don Félix le dio la mano y estiró la llave que había dejado la religiosa en el mueble; ella quiso sostenerla, pero el alcalde tuvo que arrebatársela.

—No, no, no. Usted nomás ponga como que la va a agarrar, pero no la tome.

La lámpara destelló y la imagen quedó inmortalizada en una fotografía que aparecería en varias publicaciones alrededor del Valle Mayor.

Y así como entraron, los hombres desaparecieron del lugar sin preocuparse mucho en agradecer la presencia de la monja. En la mente de la religiosa seguía constante la pregunta de cuál era su papel en todo aquello, ¿por qué Churubusco el Alto?, ¿por qué don Luciferino?

Al final, después de mirar a detalle la pintura fresca, pensó que nunca sabría esas respuestas.

En eso se equivocaba.


Fanart "La llave de Bronce" creada por Tierra Favel



2 comentarios:

  1. Me ha encantado el cuento de la Monja, por un momento en mí cabeza eran “Las Moradas, libro de su vida, Santa Filomena”, disculpe usted, no sé porque estaba buscando el cuento con dicho nombre.

    Pero tengo una duda, ¿hay imprenta en Churubusco el Alto? Recuerdo haber leído un cuento suyo donde se mencionaba una imprenta, me surgió la duda pues, al leer este relato.
    Espero que Don Luciferino sea un hombre guapo, sino ¿cómo sería una tentación para los demás? Incluso para la propia monja, a menos que ella guste de otras cosas, usted me entiende.

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    1. Sí, hay una imprenta, la administra David. Ya le leí ese texto a mi papá en otra ocasión. Esa imprenta es parte importante de Churubusco el Alto.
      Creo que fue gracias a ti que me di cuenta que debía usar "papel de la India" para mi Biblia.

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