jueves, 15 de abril de 2021

El Ángel de la Muerte

Ahh… Gabriel. Regresaste a Churubusco el Alto todo roto. La vida fue complicada para ti estando lejos de quienes se hacían llamar tu familia; pero así lo había predicho Evangelina hace muchísimos años, antes de que tu madre o yo naciéramos. Pero esa anécdota requeriría un libro completo: la bruja, el amorío de Epitafia Olmedo y la temible cruz de tu familia.

Fuiste maldito por el mismísimo Gallo Negro. Los golpes en la puerta resonaron cuando tú nacías. Su aparición fue un milagro y a partir de entonces supimos que eras especial, Gabriel.

Por eso te cuidaron tanto. Desde chiquito, no te despegaban la mirada y tenían toda clase de talismanes colgando de tu cuna y mameluco; ¡hasta danzante de Virgen parecías! Lleno de arreglos, hacías un sonsonete, un repiqueteo propio de tus futuros dones: el toque de ángel de la muerte y tu ley de atracción. ¿Y cómo ignorarlos si era lo más prodigioso que había presenciado tu familia en lustros?

Todavía recuerdo esa tarde de agosto. Ahí andabas, jugando a correr y a atrapar mariposas en el patio de la casa, cuando llegó la señora Macabea a visitar a tu madre. El día era templado, con un sol que no te mordía, pero tampoco te olvidaba. Por eso el alma de Macabea necesitaba descansar. Y fue justo cuando llegó a sentarse que tú la viste —achacosa de canas y palabras— y clavaste tus ojos azules de cielo en ella.

—¡Qué chulo está su hijo, Esmeralda! —dijo la visita poniéndose el bolso sobre sus muslos. Parecía incómoda de llevar esa cosa.

—Goyo hasta cree que le puse el cuerno: como nadie en la familia había nacido con esos ojazos.

—¡Y hasta güerito salió!

—Ya se va a tostar cuando salga a trabajar. Ahorita porque lo tenemos acá guardado —tu madre sonrió como queriendo ocultar la mentira con falsas charlas de té—, ya ve que luego se los roban por ser blanquitos.

—¿Por eso anda con tanto chuncho el niño?

—Cosas de mi madre, ya ve.

—Ay, qué linda tú. Si yo me sigo lamentando la partida de mi Justino.

Ese nombre te llamó la atención. Supiste que debías acercarte y escuchar. Invocar a los difuntos era algo prohibido en la Casa y esa señora lo había hecho tan fácil. Parecía no darse cuenta de que la Perra blanca de la Muerte ya le olía su rastro por las calles.

—¡No hablemos de cosas feas! —se interpuso tu madre en las memorias de la primera viuda Serrato—. ¡Pero, dígame! ¿Qué puedo hacer por usted hoy? ¿Gusta otra tacita de té?

Macabea se quedó pensando cómo decirle la verdad. Estaba segura que lo entendería, al final las ideas de la iglesia y las de Esmeralda Sánchez eran distintas siempre. La señora se dio cuenta que igual la iban a tachar de loca.

—Me quiero morir, Esmeralda.

Un viento helado proveniente de la Sierra Caliza se les metió por la espalda.

—Macabea… —el tonito de Esme fue de consuelo; aunque muy en sus adentros, sabía que era verdad: no por ser madre, no por ser bruja; sino por mujer. Macabea estaba desquebrajada, como tú hasta que regresaste.

—Esmeralda, extraño a mi flaco.

—Pero tienes a tus hijas, ya dos están casadas. Luego vendrán los nietos y te olvidarás de todo.

—¿Y cuánto me costaría que me vendieras algo, Esme? —la anfitriona se encogió de hombros, porque, aunque piadosa, también era negociante, y su familia necesitaba el dinero—. ¡Dime cuánto! Aquí traigo suficiente como para comprarles un pedazo de tierra a los Miramontes. ¡Dime! —abrió su bolso y reveló una cantidad exuberante de monedas. Macabea había cargado su féretro desde casa y ahí lo dejaba sobre la mesita mientras tú escuchabas todo tras los pilares del patio.

—Voy a consultarlo, ¿me esperas? —tu madre se puso de pie y se fue a preguntarle al espíritu de tu abuela. El procedimiento lo sabía, el precio… era discutible.

Y llegaste a su lado cuando estaba sola, mojándose por dentro con las lágrimas que no lloraba.

—Tan chulo el niño. ¿Cómo te llamas?

—Grabiel —le contestaste.

Ella se rio y te revolvió los cabellos.

—Mira —separó un real de plata—, para ti.

Fue tu primer trabajo, bien me acuerdo. Pusiste tu manito en el regazo de la mujer y ella sintió el calor, el amor perdido. Una emoción la invadió por completo y desbordó las charcas de llanto que tenía guardadas bien adentro de su alma.

No sabías lo que hacías: no te culpo; ¿quién iba a pensar que una vieja con ganas de morir se iba a topar con alguien como tú?

Yo sé lo que vio la infeliz de Macabea: estaba ella en su amplio patio de la mansión Serrato. Su cabello canoso ahora tenía un castaño feliz y tranquilo. En sus manos no había hijas ni platos para alimentar a sus nueros, no tenía nada más allá además de una tacita de café. Macabea respiró los granos que recibía su marido desde la capital. Vio las enredaderas verdes trepar con gusto por las paredes; ella había dejado secar aquello hacía tanto tiempo porque el jardín era de Justino. Ahí, había calma; percibió esa humedad del petricor, de tierrita de cementerio, de osario fresco. Era ella, la Macabea Müller recién casada, la de aquellos días felices sin sus horribles hijas; era la Macabea que coincidió en un café con Justino Serrato antes de unirse a él y abandonar la soltería. Sentada ahí, estaba plena, feliz, expectante de su marido, con una taza de café en mano. Macabea dio un sorbo y el gusto le llenó por dentro. Fue cuando el cerrojo de la puerta principal giró para dar paso a Justino Serrato: él se fue acercando hasta ella, le dio un beso en los labios y todo se desvaneció.

Quitaste tu mano cuando tu madre trajo el fatídico gotero; vio a Macabea muerta con una sonrisa de gusto. Esmeralda no podría saber qué clase de poderes tenías, ni siquiera se habían propuesto enseñarte nada, la tradición debía pasarse de madres a hijas, pero resultaste tan apto como cualquier bruja del Valle Mayor.

Ay, Gabriel. Ahí se marcó el destino que te tocaría sufrir, porque tu madre se llenó de un miedo y tu hermano de un coraje. Las dos emociones explotarían años más tarde cuando ya hubiese nacido tu hermana.

Yo me acuerdo de todo lo que ha ocurrido en estas paredes. Y soy la única que puede dar fe de lo que te acusaron. Era un día de calor como ningún otro. A ti ya te dejaban salir a la calle y tratar a los desahuciados. Tu madre prefirió educarte bien; lo primero: saber cobrar. Te enteraste que esa plata de Macabea Müller era algo insignificante a diferencia de las dieciocho mil monedas que tu padre supo desaparecer del bolso abandonado en la mesita de café. Y así, recorrías las calles de Churubusco el Alto con el gusto de un buen trabajador, mientras tu maldición iba manifestándose poco a poco: la belleza de un ángel, la candidez de un ser divino, el poder trascendental de quien mata sin dolor y que goza de ese rostro hermoso que hasta Los Muertos te quieren agarrar la mano.

Los cansados, los fastidiados, los sufrientes de vida; todos ellos te rebautizaron como el “Ángel de la Muerte”. En el Valle Mayor se empezó a hablar de Gabriel, quien haría cosas más prodigiosas cuando llegara a viejo; debíamos esperar a que crecieras. Seguro superaría a su abuela Epitafia de Sánchez. Y justo fue ella quien sintió mermar sus fuerzas; corrupta de muerta y de ira, empezó a verte con recelo desde atrás de las paredes. Tú sentías su presencia; pero sabías que la abuela era así: pocas veces te hablaba, como si no quisiera interactuar contigo. Creías que te odiaba, aunque la verdad era distinta; muy distinta. No sabías que habías nacido con esas energías que atraían a todos. No era recelo, era algo peor: el deseo. Tenías a medio Churubusco el Alto tras de ti, Gabriel. Bajabas suspiros y levantabas pasiones; de la misma manera que el Gallo Negro infundía miedo, tú desbordabas la carnalidad insana.

Tendrías catorce cuando tú —creyéndote solo— revisabas el jardín. A veces te daba por eso, no eras de mina como Gregorio padre o Gregorio hijo; eras más delicado, quizá por tu color de piel o tus ojos de agua calma. Con cuidado, viste si todo estaba limpio, arrancaste una a una la mala hierba y acarreaste costales de tierra hasta las plantas. Cuánto sol, cuánta humedad. Te quitaste la camisa, y así como yo siempre te había visto, te vio tu abuela.

Todo blanco y delgado, los ojos de la anciana se escurrieron por tu piel. El pecado del incesto se le antojó con descaro. Yo te escuchaba por las noches quejarte de cómo las niñas del pueblo te miraban con risitas insulsas: Lucy se fijaba más en ti, y aprovechaba cada salida con su hermanito para espiarte desde la calle y suspirar si te veía. Eran deseos iguales a los de tu abuela.

¡Pero qué enfermo! ¡Qué sucio! Tú, inocente, no sabías siquiera qué era amar a otra persona; lo que aprendiste ese día fue a desconfiar de quien te quisiera amar.

—Muchacho —la voz muerta de Epitafia sonó sin eco en el jardín. Tú atendiste; finalmente eras un niño educado y agradable—. Gabrielito…

—¿Mande, abuela?

—Necesito ayuda con algo. Venga.

Cuando escuché eso supe que no debías seguir.

Señaló su cuarto.

Ya sabías que esa habitación estaba cerrada desde siempre, nadie tenía llave y a la abuela no le gustaba que se acercaran ahí porque era la habitación donde Epitafia de Sánchez había fallecido.

Pero ella, lista y astuta, era carcomida por el desprecio y atraída por tu espíritu. Abrió la puerta sin llave alguna. Su voluntad era la cerradura, y ella quiso abrirse para ti, Gabriel.

Pensaste en algo inocente: seguro la abuela ya quería descansar, te pediría que limpiaras sus huesos para juntarla con Los Muertos.

Ya dentro, un olor a cripta inundó el ambiente; eras el primero en tanto tiempo en ver su lecho. Los polvosos muebles presumían una pátina gris recubriendo cada superficie, esto, incluía la cama con el cuerpo ya momificado de la abuela. Enjuto, el cadáver de Epitafia de Sánchez descansaba con la mandíbula caída como repitiendo un eterno estertor de miedo; el pelo y las uñas le habían seguido creciendo hasta convertirla en un espectro del pasado. Pero tú, Gabriel, tan cercano a la muerte como tu abuela, no te inmutaste.

—Necesito que cierres la puerta y te quites la ropa.

¿Cómo no dudaste de sus intenciones, Gabriel? Te faltaba malicia… y es culpa de tu madre que te cuidó tanto y te protegió de las malas influencias.

Hiciste lo que se te ordenó: bajarte el pantalón y luego cerrar la puerta.

Tu energía le pulsaba en su espíritu como sangre agolpada por el deseo, como saliva ante un manjar suculento. Tener así a tu abuela me dio asco, ¿para qué mentir?

A pesar de haber visto a tu familia cortar perros y gallinas para sacarles las entrañas, esto era de lo peor que jamás presencié: el espíritu de tu abuela entrando en el cadáver apergaminado mientras tú apoyabas manos y rodillas sobre los cobertores. Los llamados constantes de un “Gabrielito” que decía tu abuela te puso en ristre y listo para iniciar aquel horrible ritual. Tu carne rasgando el himen momificado, el resonar hueco del cuerpo ante el bombeo que te obligaba el espíritu de tu abuela. Aquella mujer te obligó a hacerle lo impensable y aún sufro cuando recuerdo cómo terminaste mojando las entrañas secas de su cuerpo corrupto con tu semen. La pútrida forma de repetir tu nombre: “Gabrielito”, salía como fuga de aire mientras le seguías dando al cadáver pese a ya haberte escurrido. Tú no sabías qué clase de ritual era eso; para la abuela era el placer del fornicio.

Se levantaron por todo el cuarto el aroma de tu sudor de niño con el miasma del cadáver. Los gusanos resecos en las entrañas de Epitafia volvieron a la vida cuando el cadáver empezó a calentarse por dentro. Mientras más entrabas y salías, esa corrupción dormida que llevaba consigo iba aumentando: arrojando aromas pútridos mientras se iba ennegreciendo ese incesto necrófilo.

Tengo presente la puerta abriéndose de golpe cuando tu madre entró en la habitación y miró tus nalgas apretadas por las manos disformes de ese cuerpo muerto.

—¡Esmeralda! —gritó tu abuela angustiada sacando su voz desde la momia cuando la vio ahí parada.

—¿Gabriel…? —tu madre ni siquiera supo qué pensar: tu pantalón tirado a la entrada del cuarto, las huellas descalzas que habías dejado en el polvo hasta cometer una de las peores atrocidades de Churubusco el Alto.

—¡Quítamelo! ¡Tu hijo se ha vuelto loco!

Te sacaron a la fuerza de tu abuela. Tú no entendías, habías seguido las indicaciones de esa pérfida; pero tu madre arremetió con fuetes desoyendo razones.

Tu hermanita apenas recuerda los hechos y tu hermano supo de lo ocurrido por habladas de tu mamá Esme; el único que dudó de Epitafia fue tu padre; pero él no había nacido especial, no podían votar para arrojarte o no de la Casa.

Así, en unos minutos, tu madre ya había hecho un atado y empujado tu cuerpo desnudo a la calle, lo que te gritó fue solo para ti, pero yo también lo escuché:

—¡Mientras yo viva, jamás pondrás un pie de nuevo en Churubusco el Alto! Vete a Atototlán de la Paz. Y que lo que hiciste aquí, no lo repitas nunca.

El grito se cuajó dentro de ti y se adhirió a tu alma: debías partir con el mandatorio de tu madre marcado a fuego en tus huesos, como amenaza y como hechizo.

—Si vas a creer en ella y no en tu hijo… —te relamiste el coraje—, pues esa será la última cosa que le escucharán decir.

Y la orden se cumplió, sellando los labios de tu abuela por toda la eternidad. Tu familia se dio cuenta muy tarde de que te necesitaba para regresarle la voz, aceptó ese mutismo por medio de un coraje prolongado.

No supe qué fue de ti, te perdí. Concuerdo con doña Macabea: tan chulo que eras. Pero ya ni llorar es bueno. Lo importante es que has vuelto, que estás sano; que esos pies infantiles que quedaron marcados en mi piso ahora vuelven a posarse enfrente de quienes le dieron la espalda, y yo siento tus dedos sobre mis paredes, mientras tus caricias materializan mis recuerdos.


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