domingo, 21 de mayo de 2023

La monstruosidad

La mirada de la ginecóloga puso a Alicia aún más nerviosa. No sólo estaba con la doctora Meggy por compromiso, sino que ahora resultaba tener algo más serio que simples cólicos.

—¿Algún problema?

—Pues… —La ginecóloga trató de interpretar el ultrasonido—. No te lo puedo asegurar ahorita, pero hay un cuerpo extraño que no me gusta. ¿Cómo dices que han sido tus dolores?

La manera en que le dio la vuelta a la situación perturbó a Alicia; sin embargo, la actitud de la señora Aranda fue más agresiva.

—Disculpe, doctora —la interrumpió—. ¿Eso significa que mi hija está embarazada?

Alicia esperaba esa reacción de su madre: siempre sobreprotectora, siempre velando por una falsa apariencia familiar.

—No podría afirmarlo. Más bien, me preocupa demasiado la imagenología: no sé, veo mucha carnosidad dura y eso ni es de un bebé ni de un tumor.

La doctora dudo qué decir o hacer.

—¿Qué hiciste, Alicia?; ¿con quién te metiste?

El aire del consultorio se hizo más pesado. La doctora Meggy recapacitó sus siguientes palabras para no comprometer a Alicia, a una madre castrante y mucho menos a ella misma. La mirada recriminatoria de la señora Aranda regresó a la doctora.

—¿Y entonces qué tiene mi niña? ¿Sí está embarazada?

No había una respuesta objetiva para esa pregunta. La doctora Meggy no sabía qué creía dentro de la paciente. Además, lo más anormal ahí no era la condición médica sino la penitencia a la que debía someterse Alicia. Según los registros médicos su paciente acababa de cumplir los 33 años hacía un par de días; tanta prohibición no debía ser sana. Aquello era casi ofensivo para una mujer creyente de los estatutos feministas del siglo xxi como era la ginecóloga. Ella había tratado con casos similares en muchachitas de secundaria, nunca de mujeres hechas y derechas qué a sus 30 siguieran ligadas por sus familias. Por fortuna, sabía qué hacer:

—Si me permite el atrevimiento, puedo solicitar el apoyo de un colega. Los resultados son a primera vista alarmantes, si me ayuda firmando una responsiva con mi asistente allá fuera, puedo mandarle el eco a un compañero que trabaja casos como estos.

Esa mentira había permitido a los padres irse de la sala y dejarles platicar a gusto durante algunos minutos.

—Lo que me faltaba. Además de todo, tu jueguito se va a llevar de corbata a nuestra economía. —Tomó su bolsa, se la apechugó y salió molesta del consultorio—. Voy a firmar los papeles. Nomás con que me salgas que andabas de pecadora, eh.

Cuando la señora Aranda se fue, la doctora cerró la puerta con seguro indicándole Alicia que era libre de hablar.

—Doctora, no puedo estar embarazada —fue la confesión de Alicia—. Pero además llevo más del año sin tener nada con nadie… —se interrumpió como si su madre pudiese oler ese pecado al otro lado de la puerta—. Tengo miedo.

—¿A qué edad empezaste tu vida sexual activa, Alicia? —Ante la duda de la paciente, la doctora tuvo que recordarle que iban contrarreloj—. Te recomiendo que digan las cosas sinceramente y sin rodeos. Tu madre no tarda en regresar.

—Pues eso fue hace mucho, doctora. Pero ahorita llegó mucho sin nada.

—No quieres que tu mamá se entere, ¿verdad?

—¡Ay, cómo cree! Ya la escuchó: seguramente me va a querer correr de la casa o algo peor.

—¿Crees que esto sea por algo en particular: alguna autoexploración algo que experimentaras?

Unos segundos de duda le indicaron a la doctora Meggy que le estaban ocultando algo.

—Pues… —Alicia tuvo que confesar—. ¿Cuentan los centauros?

La ginecóloga hizo para atrás su cabeza mientras un parpadeo compulsivo respondía por sí misma.

—Es que no sé si cuente realmente. Yo lo sentí, pero pensaba que eso era parte de un sueño.

—Pero… ¿Cómo que un centauro? Trata de ser directa, por favor. Tu madre va a regresar y necesito que me cuentes bien todo.

—Si. Hace dos meses tuve un sueño muy raro dónde llegaba un centauro a mi cuarto. Era muy guapo. Era un monstruo fuerte con el pecho desnudo. Apareció cuando ya tenía la puerta cerrada; yo estaba en la cama y él se subió al colchón con sus pezuñas. Me hizo las cosas más deliciosas que se le pueden ocurrir, doctora. Yo me desmayé a la mitad del acto. Le juro que no sé cómo, pero cuando me desperté vi estas marcas en mi cuello —Alicia bajó su camisa para mostrarle unos fuertes callos enmarcados en su cuello—. Era de dónde me apretaba para que no hiciera ruido. —De ser rastros de dedos, aquel ser había medido dos metros y medio de alto el tamaño que seguramente tendría un centauro.

—Lo que no entiendo es… —La doctora estaba a punto de decir algo para lo que nunca la habían preparado en la facultad de Medicina—. ¿Cómo tuviste sexo con un ser mitológico?

—No, doctora. Yo creí que era un sueño.

—Bueno podríamos descartar eso de entre las causas… —No estaba del todo segura—. ¿Habrá sido algo diferente? ¿No usaste algún juguete que estuvieras sucio?, ¿has tenido sexo en situaciones de poca higiene? A veces el hombre tiene la culpa: necesito toda la información posible.

Alicia negó con la cabeza.

—Quiero que trates de tomarte esto con seriedad. Necesito saber algo más tangible.

El pomo de la puerta intentó abrirse. La señora Aranda golpeó un par de veces.

—Alicia, sin toda la información, no puedo dictaminar lo que tienes. Puede ser un tumor, un quiste o algo desconocido. No podemos arriesgarte a un tratamiento que no te corresponde. ¡Ya voy! —la doctora miró por un par de segundos a Alicia.

—Doctora, le juro que le estoy diciendo la verdad. Yo creí que era un sueño eso del centauro. Estoy segura: lo soñé.

—Comprendo. —Abrió la puerta y permitió a la señora Aranda pasar al consultorio.

La plática terminó versando de otras cosas. Al final de cuentas, importaba poco si era o no un sueño. Le mandaría el ecosonograma al doctor Juan Chavolla para tener una segunda opinión.

 


El regreso a la casa fue en silencio. Alicia había pedido un Uber para llevarlas de regreso a casa.

Al llegar la situación explotó.

Por más que trató de explicarle a su madre de que podría tener un tumor o una malformación, la señora Aranda estaba segura de que se trataba de un embarazo producto de la monstruosidad de los actos cometidos por su hija. Para la madre, los cólicos y malestares de Alicia eran propios del vicio y el fornicio. Seguramente, la libertad que le había dado en los últimos años desencadenó un abuso de confianza en la muchacha. Recordaba claramente aquella “reunión de trabajo” de la cual regresó hasta las 12:36 de la madrugada.

—Ya te estrenaste, ¿verdad? —La señora fue directo al punto: como seguramente se había ido su hija con cualquier hombrezuelo.

—¡Mamá, no he hecho el amor con nadie…!

—Entonces lo que tienes seguramente es guardadito de hace tiempo. ¿Cuándo fue que te dio por pecar?

—¡No empieces, mamá! Sabes que tienes las de perder.

La señora Aranda la miró con ojos retadores. Alicia contestó furibunda.

—Cuando estaba niña, mi…

—¡Ya vas a empezar con tus mentiras! Ya de dije que Joaquín no te hizo nada.

—¿Y las sábanas llenas de sangre? Yo te dije que mi… —Aquello que creía en sus adentros le pateó con ira—… mi tío entró esa noche al cuarto y por más que te pedí ayuda… —Alicia sintió el llanto colársele por detrás de los ojos.

—Tu papá siempre confió en su hermano. Es imposible que hiciera algo así.

—Y ahora, ¡casi veinte años después, ¿te preocupas por mí?! —Otra patada en su vientre: si aquello era resultado de un centauro, le estaba brindando unas fuerzas sobrehumanas—. Cuando no debería ni importarte qué hago con mi vida ni con quién.

—Andas muy altanera. —La mujer retomó su pose de indignación favorita: la mano al pecho y los ojos bien abiertos—. Ya decía yo que darte permisos te iba a terminar afectando. Mira nada más: ¡La señorita cree que puede mandar a mi casa!

—¡Mamá, estás señorita tiene 33 años! ¡Me parece más ridículo que me estés culpando de hacer el amor con alguien en vez de preocuparte por el tumor que podría tener!

—Ay, no seas inocente, Alicia. —La mueca de desprecio le caló aún más—. La doctora bien dijo que no sabía si era un tumor.

—Pero tampoco es un embarazo. ¡No me vengas a echar la culpa de cosas que ni sabes!

Las voces fueron elevándose, volviéndose más complejas, llenas de odio. En todo el tiempo que llevaba al cuidado de su madre, Alicia jamás se había atrevido a contraponérsele.

—Te pasas, Alicia. Ni tu padre ni yo te educamos así. —La señora Aranda, de brazos cruzados en el umbral de la cocina, vio a su hija darle la espalda e irse al segundo piso—. ¡Qué te crees! ¡Te estoy hablando todavía!

Alicia azotó la puerta de su habitación. Ella decidió que la discusión ya se había acabado. Esa era la primera vez en que Alicia demostrada algo de valor en algo que no fueran redes sociales, foros y demás lugares donde no era ella.


 

Alicia fue la última paciente de la ginecóloga. Después de ello, la asistente de recepción se había despedido de la doctora deseándole un buen fin de semana.

Ahora, la Dra. Meggy estaba sola. Tenía tiempo para pensar: y eso había sido lo mejor, tras recibir el mensaje del Dr. Juan Chavolla, le costó mucho trabajo comprender qué pasaba.

 

Meggy

Te juro que no sé qué tiene adentro esa mujer pero si me pusiera muy imaginativo, pensaría que es una pezuña de toro. Tiene la forma y dureza pero no entiendo qué haría una persona con algo así en su matriz.

 

JC

 

La ginecóloga repasó puntualmente el correo electrónico. Ya había abierto la imagenología varias veces, pero tras revisar el correo, comenzó a ver lo mismo. ¿Qué hacía una pezuña de casi 10 cm abultada en las entrañas de Alicia?

Pensó en las insalubres prácticas sexuales de su paciente, pero el hecho ridículo de haberse masturbado con ese objeto y que acabara metiéndose en su matriz… Era increíble, y por más que repasara el informe y el ecosonograma le seguía pareciendo imposible.

—Un centauro…

La doctora repasó esas palabras y todo lo que podrían haber significado: un consolador, una posición sexual, un fetiche de internet, pornografía. En estos días todo era posible.

Se llevó los dedos al entrecejo y apretó sus ojos como si esa oscuridad le ayudara a ignorar ese caso tan difícil.

Con desgano, desenroscó la tapa de su termo que contenía el café de la mañana. Mientras gustaba el sabor añejo y frío de aquel brebaje, repasó la escena en su memoria: Alicia sentada en el sillón con sus ojos llenos de dudas hablando de un centauro.

Entonces notó la suciedad.

No se había dado a la tarea de desinfectar la silla ginecológica porque el Dr. Chavolla le había contestado pronto. Ahí, vio un puñado de pelambre blanco, justo en donde habría estado sentada Alicia.

Esos pelitos eran idénticos a cuando tuvo un gato. Recordaba lo difícil que era quitarlos de todas las superficies. Pero, que aparecieran ahí, en ese lugar específico le dieron una sensación extraña a la doctora Meggy. Pensó en el centauro, ¿cómo sería?

—¿Qué carajos está pasando con esa mujer?

Le dirigió otra mirada al café frío. Dedicarle más tiempo a pensar en esa situación era ridículo. Se puso de pie, tomó sus llaves y se dispuso a cerrar el consultorio.

 


En la noche, Alicia todavía tenía en su torrente el coraje de la discusión con su madre. Se dio cuenta de que la información que le había dado a la ginecóloga seguramente había sido vista de manera infantil, en sentido figurado o como una extraña jerga de internet.

Desde que el centauro había escurrido dentro de ella, supo que su vida no sería la misma. hacía unos siete meses que ese monstruo la había montado con furia y placer.

Esa misma noche, se repetiría aquello.

Alicia miró hacia la puerta: ahí estaba aquel ser de pecho desnudo, con su largo miembro escurriendo de placer por ella.

—En la cama no —dijo desesperada al pensar que el rechinido de la cabecera alertaría a su madre. Esto lo dijo sin saber siquiera si el centauro hablaba su idioma.

La bestia se arrojó hacia ella, rasgando la ropa y preparando a su víctima para concretar la corrida más intensa que jamás hubiera podido imaginarse Alicia.

La monstruosidad tomó del pelo a la mujer y le levantó las caderas. Entró de golpe con toda la brutalidad de un equino inexistente.

Y mientras la señora Aranda se preparaba un té en la cocina, justo sobre su cabeza, Alicia era tocada tan profundamente como ningún hombre jamás alcanzaría.

La manera en que la sometía le recordó aquella noche de agosto con una luna caliente que levantó en su tío Joaquín un deseo malsano de abusar de la pequeña Alicia. 11 años recién cumplidos y Alicia estaba debajo de un hombre gordo y con olor a cigarro que la movía de modo tal que sentía unas ganas desmedidas de ir al baño.

Pero esta vez era diferente. Se sostuvo de las pezuñas, acarició el segundo vientre que tendría el centauro, y pudo sentir —antes de desfallecer— la bestial arremetida del centauro.

El abdomen de Alicia se sentía a reventar: seguro creía que era la semilla del centauro, pero seguramente se trataba de aquella pezuña, la cual elongaba milímetro a milímetro.

Lo que la despertó, desfallecida en su cama, con el vestidito rasgado y moretones por dentro y fuera, fue una coz de un placer agonizante en toda ella.

 


Aquello que pasó con el centauro empezó a repetirse.

Por varios días, las violaciones fueron tantas que Alicia ya ni rechistaba. En sus ojos, un miedo cristalino brillaba en celo, pidiendo más y más de ese potro blanco, de su semental mitológico.

En las mañanas iba al trabajo; pero a la noche, él llegaba con su miembro cada vez más largo, más grueso y chorreante.

Día tras día, ella se tapaba la boca para no llorar un orgasmo (Tranquila, Alicia. Haz feliz a tu tío Joaquín). Gozosa, ya no se arrepentía de cómo esa monstruosidad la trataba como miseria. (Así, no digas nada). Sentirse usada por el potro la atormentaba de placer como si fuera la yegua potranca que nunca pudo ser a causa de su madre.

Alicia supo esconder sus cólicos diarios, las rozaduras de sus piernas. La lívido prendida cuando el camión rebotaba en un bache y ella sentía el dolor placentero romperle por dentro. Lo que no pudo disimular fue el abultamiento de su vientre: parecía una mujer con cuatro meses de espera.

Obviamente, su madre la acusó de todo menos de víctima. Si alguien había pecado, era ella. Eran sus modos, sus caminadas, la manera en que ella le hablaba a sus compañeros, cómo se vestía.

Alicia, se supo guardar las palabras aquellas. Al final, se había tenido que guardar aquel abuso; y ahora, guardaba dentro de ella las brutales embestidas de su amante nocturno.

Así que siguió apurándose en el trabajo: a cualquier oportunidad regresaba a su casa, subía las escaleras, se desnudaba por completo y se tiraba al piso levantando la cadera. Necesitaba la violencia de aquel ixiónida.

La madre limpiaba con esmero la habitación de su hija, pero no encontraba nada alarmante, ni cartas, ni lubricantes, pastillas, ni condones. Barría con cuidado, pero sólo sacaba el polvo y algunos de esos sedosos pelitos blancos: finos como los de los gatos; pero pecaminosos en extremo.

Alicia sabía que su madre estaba al tanto, por lo cual se tiraba al suelo, allá podría limpiar el semen, la sangre, su saliva. Ella estaba descubriéndose feliz.

 


Pasó entonces que un 6 de agosto, la noche más caliente de todo el temporal, ninguna pudo dormir.

La noche fue inquieta para todas: la señora Aranda rezaba para que el alma eterna de su hija viera la luz; la doctora Meggy pasaba y repasaba el ecosonograma y los correos de expertos ganaderos, de otros colegas: todos decían que aquello era una pezuña. Pero Alicia no se dignaba a volver a consulta porque las noches las tenía reservadas para su centauro. Para acabar, Alicia —casi adicta a la monstruosidad aquella— era embestida hasta la agonía.

Cuando Alicia caía rendida y el ixiónida desaparecía, ella soñaba con un pequeño caballo galopando en sus entrañas. Los golpes eran similares: el animal quería salir reventándole el estómago como amante nocturno la reventaba contra el piso. Creciente, como la luna, el potrillo se desarrollaba con gusto.

Esa noche, inquietante de calentura y de pensamientos, la señora Aranda llegó al último misterio del Vía Crucis cuando el grito de dolor de su hija la despertó del numen católico en el cual se había sumergido. Su instinto maternal borró de golpe su desaprobación. Era un viernes caliente, y antes de que la recepcionista de la ginecóloga se fuera, recibió la llamada urgente de que Alicia estaba en labor de parto y no podían moverla siquiera de la cama. Su estómago arrempujaba hacia todos lados como si una bestia quisiera emerger de ella.

 

Doce minutos: el consultorio estaba cerca.

Aquel dolor atípico de Alicia le destruía por dentro. La Dra. Meggy observaba con horror aquella panza enorme.

Para Alicia fue como cuando descubrió que su tío no le estaba haciendo nada bueno. El orgasmo de la bestia se había convertido en un desgarro de sus entrañas. Los chorros de placer se habían tornado un amnío sangrante.

Los gritos rompían tímpanos y fuentes. Las tres mujeres en la habitación sintieron que algo extraño se aproximaba. Algo trotaba hacia fuera de Alicia.

 


En 20 minutos, las contracciones eran insufribles. La madre ya tenía toallas y agua hirviendo. La ginecóloga estaba lista para recibir a esa criatura.

El estómago de Alicia parecía golpeado con la fuerza de un percherón mortal tratando de romperle la panza a su madre en vez de salir por lo que su padre había denigrado tantas veces a la pobre mujer.

Gritos, dolor, sudor… de todo le ocurría a la pobre Alicia y, con espuma en la boca, agonizaba por ese ser tan otro que pedía cabalgar por el mundo. Eso no era lo que se había imaginado; era como cuando su tío le había mentido diciéndole que no le iba a doler.

La señora Aranda no sabía siquiera dónde ponerse, acataba todas las indicaciones que le daba la doctora. Sabía que algo estaba mal en ese pecado parturiento y en aquel niño sin padre.  En cuanto el bebé saliera de las entrañas de su madre, la correría de la casa; pero ahora debía ayudar a su hija, quisiera o no, la quisiera o no. Bajó pronto a poner más agua a hervir.

Alicia dio un manotazo en el colchón. Fue el único indicio de que el parto empezaba.

La doctora Meggy quedó atónita al ver un pelambre blanco y salvaje.

Casi de forma de forma instintiva Alicia apuró las contracciones. La invadió un instinto atípico: estaba segura de que así debía hacerle, de que era su manera de aventajar aquel dolor insoportable.

Entonces salió: la expulso rápidamente como si ni siquiera su cuerpo la quisiera dentro.

Alicia gritó despavorida sintiendo las mismas mordidas paradisíacas del centauro en su cuello, pero esta vez a modo de desgarre: lo que salía no era más que una quijada desmembrada con un pelambre blanco.

La doctora Meggy no pudo creer lo que estaba enfrente a ella: embebido de placenta sangre y sangre viscosa, estaba una quijada.

El burbujeante abdomen de Alicia continuaba moviéndose. Era la peor pesadilla de cualquier madre: sentir las manos abriéndose paso entre el ombligo, pero en vez de dedos, eran las afiladas pezuñas de un monstruo horrible.

En el piso de abajo, la señora Aranda oraba por su hija y su alma eterna mientras esperaba que la tetera eléctrica. Ahí, cerca de la cafeterita y de las cosas del café estaba la foto de su difunto esposo abrazado de su hermano.

 

Lo que salió después, fue una pezuña, quizá la que había visto la doctora; pero ésta venía más larga, casi con la pierna de un potrillo. De no haber sido de estómago fuerte, la doctora habría vomitado ahí mismo, pero un miedo ominoso le cerró el estómago y el pensamiento. Debía seguir en la labor de parto.

Alicia sintió esa violación inversa: lo que había entrado ahora salía de forma imposible y cercenada.

Salió otra pezuña, ésta más corta.

Una más.

Siguió un costillar a medio podrirse.

Pedazos de vísceras.

Aquello parecía un vómito de vida: pedazos decrépitos que al unirse podrían conjuntar a una monstruosidad imposible.

El clic del hervidor a le indicó a la señora Aranda que podía subir a toda prisa tratando de no caerse ni de quemarse.

En los cuartos, una confundida doctora sacaba de aquel vientre un adefesio fantástico y morboso.

Alicia sangraba, profusamente sangraba.

Salió la última pierna del potrillo: era más larga que todas y había servido como un tapón para el resto del animal: la cola, el cuerpo, vísceras, un resto de cabeza.

A estas alturas, no era posible saber si la sangre provenía de esos retazos equinos o de la mujer que expulsaba a un no-vivo.

La señora Aranda entró para dejar caer la tetera hirviente al piso. Poco le importó quemarse los tobillos o dañar la alfombra del pasillo. Tanta putrefacción junta la llevó a la locura… ¡era el demonio! Quiso gritarle de qué se iba a morir, darle una perorata cristiana de las negativas del sexo, reclamar la posible zoofilia o las prácticas horripilantes que había tenido al meterse tanto caballo dentro.

La doctora Meggy vio salir el último pedazo de animal… un ojo desajustado de haber estado unido a un cuerpo habría visto la vida.

Alicia sintió un descanso total, como si acabara de vaciarse de todos sus problemas y el único que quedaba era su madre de pie en el umbral de la habitación mirando el reguero de centauro manchando pisos y sábanas.

Pudo haber sido un reclamo en el momento más indicado: la señora Aranda gritando improperios y maldiciendo a la pecaminosa de su hija; pero se le antepuso la mirada de sorpresa de la ginecología. Tras la señora estaba el centauro que derribó a la mujer con una patada la cual le fracturó la espalda, matándola al instante.

Esa monstruosidad avanzó hundiendo sus terribles patas en el cadáver de la mujer.

Su hijo, el ser que procuró irle creciendo a Alicia con cada noche, estaba incompleto y destruido. De un lado a otro la habitación había miembros inertes: tripas putrefactas y huesos encarnados exhibiendo todavía el pelambre blanco de su padre.

El intento del ixiónida por perpetuar su corrupta estirpe había fracasado nuevamente. Pero ahora, la monstruosidad tenía dos víctimas encerradas ahí.

Alicia sonrió estirando la mano queriendo tocar ese pelambre blanco, pero sintiéndose rechazada cuando vio cómo el potro sujetaba las ropas de la ginecóloga arrancándolas de un solo movimiento.

 


Imagen generada por Midjourney




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