martes, 9 de mayo de 2023

Veneno para colibríes

 —Ay, profe, acabo de llegar, pero le cuento lo que sé…

Así me recibió Jade aquella vez que la vi afuera de la escuela minutos después del accidente de tránsito.

Justamente le acababa de decir al salón: “Si ven a su compañera, díganle que va a reprobar por faltas”. Y siempre había alguien que me respondía: “Está enferma, profe”, en todos los salones, pero ella sí estaba enferma. 

La neta, no esperaba que esta conversación tan repetida salón por salón fuera a quedar grabada en mi memoria; menos, el caso de Jade: una alumna olvidable y con rasgos físicos que tachaban en el cliché más allá y sólo perpetuada en mi memoria por su timidez y reserva en clases.

Huitzilín —nombre tan complicado de recordar que era imposible no memorizárselo—, llamaba la atención en las clases: no por el sobrepeso, ni por los shorts tan pegados a la ingle, sino porque algo tenía. La rodeaba un aura inquietante como si hubiese salido de alguna película de la época de oro de cine mexicano. Esa mirada, esos ojos, esa manera de mover sus dedos decorados con anillos de abuela. 

Aunque ella no era la concejal, sí era la jefa del grupo. Todos en el aula —incluso yo— sabíamos que nada se hacía sin la aprobación de Huitzilín. Si se querían ir temprano de las clases o decidir el tema del debate, todo era mediado por ella. No sabía cómo es que ella siempre estaba al tanto de todo. Era como si la vida le preguntara a ella cómo debían ocurrir las cosas. Y en medio de tanto caos y sinsentidos como los propios de un bachillerato, ella, con sus mugres 16 años, era quien administraba la vida y la muerte en la preparatoria.

Los profesores no teníamos razón alguna para sospechar algo malo de ella: siempre era atenta, buena persona, hacía bien los trabajos, incluso ayudaba a mantener el orden en los alumnos; ¿miedo o respeto?, no quedaba claro. Eso sí, era incómodo cómo siempre buscaba tener la última palabra, aunque fuera un saludo o despedida; pero eso se le perdonaba porque era parte de los alumnos que te hacían reír en los pasillos y con los cuales podrías mencionar un poco tus gustos personales sin ser juzgado con silencios incómodos.

Pero, ¿por qué debo hablar de Huitzilín y por qué no me centro sólo en Jade? Es justamente la unión de esas historias lo que me perturbó. No habría imaginado que esas dos estuvieran tan unidas de no ser por ese evento, por mi manía por enterarme de cosas que no me incumbían. Jade estaba ahí afuera de la prepa junto a casi todo el alumnado. Nuestra escuela estaba ubicada en medo Anillo Periférico y una mujer había tenido un accidente: quiso correr más rápido que un camión. Pasaba a menudo, sobre todo con quienes les daba pereza usar el puente peatonal. 

Yo llegué cuando estaban embolsando a la mujer para meterla en la ambulancia. Y para no dejarme ver tan chismoso, me acerqué a alguien a preguntarle sobre aquello. Jade me puso al tanto de lo ocurrido con la mujer, en cómo ella no había visto pero que le habían contado todo al llegar. Cuando ya la ambulancia se fue en silencio, me di a la tarea de cruzar el puente. Pese al accidente muchos alumnos se cruzaron Periférico corriendo entre los carros como si no hubieran aprendido nada. ¡De hecho! Para eso van a la preparatoria, aparentemente, para olvidar milagrosamente todo lo que ven ahí.

El caso es que al pie de la escalera me atrapó Jade. Estaba cansado, llevaba dando clases desde las 7:00 y eran cerca de las 5:30 —media hora del chisme aquel, claro— y no tenía muchas intenciones de escuchar escusas pendejas sobre faltas y problemas familiares.

Lo que sí; la chica supo retenerme con la única pregunta que me podía parar en seco:

—Profe Galindo, ¿usted cree en la magia?

Tantas veces que he escuchado eso. Tantos estudiantes que han acabado mal cuando me hacen la fatídica pregunta.

Oculté mi preocupación tras los lentes oscuros y miré a todos lados. Hablar ahí, junto a los muertos. Le propuse a la señorita pasar a la escuela de nuevo. 

—20 minutos, no más.

Ella agradeció y nos fuimos de regreso a la escuela. Hablar con una alumna en secreto debajo de un puente seguro se vería peor que afuera de la dirección. Las apariencias lo son todo cuando das clases a menores de edad que quieren jugarle a ser adultos.

—Profe, es que no me he sentido bien. 

Eso no era ninguna novedad para mí: pero nada tenía que ver con la magia. ¿a dónde quería llegar?

—Es que, mire, le cuento: ¿ubica a Huitzilín?

Ese nombre ligado con la palabra “magia” me dio un calosfrío atípico. De pronto miré a todos lados esperando ver a la gorda de mi alumna a lo lejos con esa sonrisa falsa observarme al escuchar su nombre.

—Pues fíjese que desde hace unos meses empecé andar con su prima. 

¿A dónde quería llegar esta niña?

—Al inicio todo iba bien. Huitzilín salía con nosotras y nos divertíamos las tres. Nos la pasábamos en la casa de Huitzilín y platicábamos, veíamos películas y no había problema. Pero como que empezaron a haber… situaciones. Huitzilín empezaba a dejar la puerta abierta del cuarto para que no nos besáramos. Si había equipos quería estar con Xóchitl, es que así se llama, profe, perdón. Y yo creo que algo estaba raro ahí. No sé si Huitzilín quería conmigo o con su prima, pero se puso re-celosa…  

Por suerte —y desgracia— la prepa se estaba empezando a vaciar. Menos personas que escucharan aquello, pero si pasaba la prefecta y me veía a solas con esa chica podría pensar que estaba tratando de seducirla o venderle calificación a cambio de… sepa Dios qué.

—El caso es que ya no nos dejaba que estuviéramos en su casa. Decía que su mamá tenía trabajos y demás; y pues ni modo que le diga que no a doña Cleme, ya ve.

No iba entendiendo, la verdad; pero quería que acabara pronto y me dejara en paz. Miré mi reloj un poco hastiado. ¡4 minutos apenas! 

—Fue entonces que nos empezaron a pasar cosas, profe. Yo me empecé a sentir mal. Me dio una calentura, profe. Pero así feo. Me llevaron al Urgencias y el doctor decía que no sabía que traía. Me puso una inyección y estuve mejor, pero al día siguiente otra vez, profe: vómitos y todo.

Seguramente le había dado dengue. O sea, síntomas más obvios que no se le ocurrió decir.

—Pero también se empezó a sentir mal Xóchitl. A ella le fue peor. No sé si me entiende.

Levanté una ceja en señal de desaprobación. ¡Claro que la entendía! ¿Cómo se le ocurría decirme una frase tan pendeja? —Sí… continúe.

—Pero estoy segura; no yo: estamos. Estamos seguras de que fue Huitzilín quien nos hizo algo, profe. Siempre barría cuando nos íbamos, recogía cabellos del piso, nos peinaba en lo que estábamos viendo una película… algo nos hizo.

—¿Qué tiene que ver ella con todo esto? —Estaba impacientándome—. ¿Es bruja o qué?

—¡Profe, ¿no sabe quién es doña Cleme!? —exclamó Jade. Varias personas quisieron arrastrar sus miradas hacia nosotros, pero seguro el nombre les asustó. El morbo de la mujer atropellada y el de la tal doña Cleme eran distintos. Eso lo aprendí a la mala.

—Es que su familia hace trabajos.

Por un momento pensé que se refería a la prostitución, pero, no…

—¿Apoco no sabía, profe? Esa familia hace limpias y trabajos. Si ubica a la maestra Margarita, ¿verdad? Pues ya ve que no podía tener hijos y que había abortado varias veces. Fue con doña Cleme y ahí la tiene ya con su bebé. Creo que también le ayudó al profe Juan con lo de su vesícula. Ya lo iban a operar, y después de ir con doña Cleme, orinó sangre porque estaba sacando las piedrotas que traía. No, profe; la familia de Huitzilín es bien conocida acá. Es que usted no es del barrio; pero si supiera todo lo que hacen.

 —¿A poco? —No supe qué más decirle.

—Segurito que algo me hizo, profe. No sé si fue Huitzilín o su mamá, pero me hicieron un trabajo. Yo la vi con un colibrí muerto en una caja, profe. Eso es señal de brujería. Algo me hizo. Pero no nomás a mí. Xóchitl empezó a sentirse mala también. Por eso ni he venido, sé que si me mira me va a armar algo peor, profe. No es nomás en su clase, ya nomás estoy viniendo a hablar con los maestros, pero a usted sí le puedo contar de esto. Sé que me entiende, ¿verdad?

—¿Y por qué no te haces una limpia o algo así?

—Pues es que la persona que hace eso es doña Cleme. Y si no fue Huitzilín la que me hizo esto, seguro fue su mamá. Y una no puede meterse con esa familia y salir bien. Si le está haciendo esto a su propia prima… Pero, ¿por qué? Nos llevábamos bien y todo. 

—¿Y el Mercado Corona?

—Ay, no, profe. Doña Cleme es bien conocidita. Le vienen a pedir ayuda desde Ajijic y Aguascalientes, profe. No le ve la ropa que usa Hutzilin, a su manera pero esa no es ropa de paca, es de marca. Se van cada tanto a Zapotlanejo de compras y a hacer trabajitos para unos narcos que están allá, profe. Si le identifican que es un trabajo de doña Cleme, segurito y no se arriesgan a quitarme lo que traiga.

Insisto que la manera en que me lo decía: un miedo bien metido en el tuétano, daba una sensación de advertencia, como si ella tratara de decirme que no me acercara a Huitzilín, que me fuera ya a mi casa, que abandonara la preparatoria.

A lo lejos miré y estaba la prefecta. Por fortuna había un par de estudiantes en la zona y no se veía sospechoso; pero esto se estaba tornando peligroso, extraño, enviciante. Quería saber más al mismo tiempo que huía de ese chisme tan extraño.

La prefecta se fue acercando a nosotros y Jade supo reaccionar rápidamente: —Yo le traigo los trabajos, profe. Gracias por dejarme entregarlos la siguiente clase.

Sé que lo dijo para salvar su propio pellejo, pero salí intacto.

—¡Galindo! —me gritó la prefecta—. ¿Calificando todavía?

—Alumnos que no se presentan y vienen a salvar el semestre, ya ves… Aquí me tienes explicando todo el curso en media hora.

A la fecha sigo sin saber si me creyó o no; pero si tenía alguna duda de mí, ya quedaba en su consciencia y sus malos pensamientos. 



La noche fue difícil. Tuve pesadillas recurrentes sobre Huitzilín, ¿cómo no si había escuchado que tenía a una bruja hamletiana en mi salón lunes y miércoles? 

Recuerdo que me abordaba a final de clases para preguntarme por Jade. En una cajita llevaba un colibrí muerto; estaba relleno hasta el pico de pelo, ¿el de Jade y su novia? 

Entonces ella me rodeaba con un aroma a pachuli y tierrita de cementerio. Me miraba por dentro, me leía, me hacía recordar la conversación con Jade para curiosear en mi mente. Cada palabra, cada letra ella la repetía a una velocidad incólume, su voz emulaba el zumbido de colibríes feroces revoloteando alrededor de una flor, tratando de esgrimir su largo pico para atravesarle el corazón al otro, como queriendo matar el amor que hubiera entre otros seres. Las flores siempre serían de los colibríes, y Xóchitl se quedaría en manos de Huitzilín, sin que Jade pudiera intervenir.



El miércoles, ansioso de verla en clase, evité a toda costa mirarla. Cuando levantaba la vista, Huitzilín parpadeaba para dirigir sus ojos hacia mí. Seguía trabajando, pero su mirada estaba presente, penetrante, como en el sueño. Terminé pronto la clase y me despedí del grupo. Iba a decir algo sobre Jade y sus faltas, pero me reprimí antes de hablar siquiera. Huitzilín volvió a observarme para rematar con un “Cuídese, profe”. ¿Era una amenaza?

Decidí que era un profesional: mi trabajo era dar clase, no tomar partido. Defender a una era ponerse en contra de la otra. No era mi problema. Pasé reporte de faltas a Orientación Educativa y me dirigí a mi casa.



Una tarde llegó a mi correo el trabajo de Jade. Ya ni me acuerdo qué era: una reseña, un ensayo. Era patético, le puse 15 de 20, quizá. 



Ese mismo día vi a Jade en el patio, sola, acababa de comer y tenía el refresco abierto a su lado. Las burbujas salían libremente sin que ella mirara la botella. Con los ojos perdidos movía las manos hacia adelante y hacia atrás como en medio de un trauma. Parecía querer agarrar algo frente a ella, pero con la facilidad del aire se le escapaba de sus manos. 

Habían atropellado a su novia: una moto. Ella iba acompañándola y como si nada, Xóchitl tropezó, cayó hacia delante y la motocicleta la empujó tres metros más allá. La hospitalización corrió por parte de la madre de Huitzilín, eran las ricas de la familia.

Todo eso me lo contó una compañera de su salón: alguien de quien ni siquiera me importó recordar su nombre. Ella no era relevante, sino la explicación de por qué Jade estiraba los brazos: quería atrapar a Xóchitl antes de caer al arroyo vial y ser arrancada de sus manos.

Aquella actitud tan perdida me dio pena: Jade estaba destrozada como los huesos de su novia. Machacada en alma y carne; Jade se había separado de sí misma, como si el hechizo lanzado tuviese la intención de matarla por dentro.

Con esa imagen me quedé por toda la tarde, con Jade moviendo sus manos hacia el frente, tratando de aferrarse a un pasado que ya no existía. Con esa imagen me quedé hasta que a la salida de la escuela volví a ver un corro de gente en Periférico: ¿otro muerto que no quería cruzar el puente?

Me asomé buscando a alguien que me pusiera al tanto, y sí, nuevamente estaba Jade. Cuando me coloqué a su lado pude ver lo que nos reunía a todos. Huitzilín estaba en el piso: su sangre infecta reclamaba ese espacio. Los celulares se alzaban con saña para grabar aquel incidente mientras la prefecta trataba de pedirle a la gente que se fueran, que tuvieran respeto por su compañera. 

En el piso yacía, atravesada por la llanta de un 380 el estómago de Huitzilín que reventó ante la presión del transporte público confundiendo sus entrañas con las plumas de lo que debió ser un colibrí.

Jade, en shock, miraba hacia el cuerpo inerte de su compañera. Sus puños apretados y pegados a su cuerpo me explicaron qué había ocurrido. Sobre todo, cuando le pregunté qué había ocurrido y ella, a diferencia de la vez pasada en que me había explicado a lujo de detalles cómo la otra mujer cruzó Periférico sin fijarse, en esta ocasión sólo respondió en un monótono ritmo funerario:

—No sé, profe. Yo acabo de llegar… —Y bajó sus brazos. Ya no tenía necesidad de seguirlos moviendo hacia delante.



Imagen generada por Midjourney


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