viernes, 31 de julio de 2015

El cómic, el manga y otras aberraciones semióticas

El cómic conlleva todo un proceso creativo donde se involucra una excelente imagen con una excelente historia; pero algunos no entienden a la literatura y a la metáfora visual conviviendo a la par semánticamente. Desde sus inicios las publicaciones periódicas, como diarios o revistas ―allá en 1789 cuando la litografía fue inventada―, la historieta abrió su propio camino a golpes tipográficos. Ignorar esta tradición de más de cien años sería ofensivo. ¿Qué seríamos sin caricaturas políticas?, ¿cómo disfrutaríamos de las películas de superhéroes si nadie los hubiera imaginado y luego dibujado? Lo que en un inicio se relegó a ser cuatro imágenes consecutivas decorando los periódicos para continuar leyéndola día con día, o recortarlos para leer la historia completa ―como solía hacer mi madre en sus tiempos de juventud― de “Flash Gordon” o “El fantasma”.
Desde el siglo xix la historieta venía entreteniendo al mundo. La época decimonónica fue famosa en la literatura por sus revistas literarias. A la par surgieron en Europa ciertos libros ilustrados como Hogan’s Alley (1895) de Outcault, The Katzenjammer Kids (1897) de Rudolph Dirks, y Happy Hooligan (1899) de Frederick Burr Opper. Estos son un punto de partida, pues incluyen los famosos globos de diálogo y la integración directa del texto con la imagen.
La Francia del siglo xx, tiene en sus anales la bande dessinée, ―traducido como “tira cómica”―. Los franceses tienen tesis sobre Las aventuras de Tin Tin, del vikingo Asterix, o de los galeses Les Schrompfs ―Los pitufos en América Latina―. Cada país tiene sus hitos del cómic, pensemos en Hispanoamérica: el chileno Condorito, en Argentina está Mafalda, único personaje ficticio del Salón de la Fama en la Casa de Gobierno de Buenos Aires. Estados Unidos tiene los suyos: Garffield es un ejemplo; pero también existen superhéroes de todos los tipos. Tanto Marvel como dc son emprendedores de la integración de nuevos elementos como salir de las viñetas y abusar de los colores.
Desde chico aprendí lo directas que pueden ser las artes plásticas. Remedios Varo fue la quien me enseñó eso, aún sin saber quién había pintado semejante cuadro surrealista. En mi cabeza conceptos como “surrealismo” no tenían cabida alguna. Esa imagen perdida en alguno de los libros, aparecía entre las páginas para mostrarme a tres hombres con sombreros extraños bebiendo frutas con un popote. Había más narrativa en los “Vampiros vegetarianos” que en esos libros de $5°° comprados en puestos de periódicos; pero compararlos con la colección de Julio Verne de mi abuela la cual devoraba con deseo en vacaciones, era imposible.
La literatura es un medio perfecto de dar mensajes, es un mar de letras donde cada signo posee un significado único. Fue Spawn el primer cómic que leí donde llegaron esos sentimientos encontrados los cuales hasta ahora me persiguen. Me es imposible concebir la unión de imagen y texto de modo tan fragmentario. Fue hasta hace cinco años cuando aprendí la riqueza del libro-álbum, pero sigo sin sentir aprecio por el cómic. Spawn jugaba perfectamente con eso. La tipografía tan desorganizada, las marcas de tiempo, el payaso tan colorido que rompía con la obscuridad de las páginas como un Eso de Stephen King. Ese justiciero distinto a Los superamigos rompía mi idea de Verdad y ―aún más― de Justicia. Todo me causaba una repulsión inconmensurable. Algo molesto era revisar cada detalle de las viñetas, en ocasiones ni siquiera estaban completamente definidas. Tras comprar ocho números, decidí que no era lo mío. La unión de texto e imagen disparaban en mí un desasosiego tal que me fastidiaba tardar tanto en leer algo ―en apariencia― de tan pocas páginas.
Intenté con su versión japonesa: el manga. Sólo conocía su modo de lectura: tomar el ejemplar al revés, simulando empezar por el final, y realizar una lectura de la izquierda superior derecha a la inferior izquierda, como si de una “z” invertida se tratase. Era pleno apogeo de editorial Vid en México, la cual ―además de publicar excelentes libros ahora desaparecidos― trajo títulos como X-1999, Rouroni Kenshin, Love Hina o Shaman King, las cuales en su versión de anime estaban ganando seguidores muy fuertes en internet e incluso en televisión americana.
Esta situación debe ser similar a la sufrida por los seguidores de Harry Potter. Seis libros para no leer el séptimo era una ofensa al todo lo invertido en la saga. Imaginen gastar cerca de $100°° en manga quincenalmente y descubrir que, como le dicen a Mario en cada nivel: “La princesa [y el final de la historia] está en otro castillo”. Con esa fórmula Dr. Who llegó a los 50 años. Ya en el primer capítulo dejaban la intriga de saber a dónde o cuándo les había enviado la tardis. Sólo conocíamos al Doctor, a su nieta y a los dos profesores quienes no hicieron más en el primer capítulo que dar pistas de la extraña nieta del Doctor. Pero generar intriga al lector o espectador es un recurso de folletín del siglo xix, de bardos y juglares de la Edad Media, de Sherezada en las 1001 noches o relatos anteriores.
Seguir una historieta ―venga del país que venga― es una tarea titánica. En Japón los maga llegan a 300 tomos y hay compendios de dc con 500 tomos. Si es un problema meter libros en estanterías, basta imaginar tantos manga. Al menos el cómic es de un tamaño reducido; pero el manga parece un libro de bolsillo, lo cual complica su almacenamiento. Quizá por ello siempre he sido partidario de ver los anime que a leer la versión impresa. Aunque es como las películas basadas en libros, las cuales, a pesar de sus buenos efectos especiales, siempre podrás decir “Está mejor el libro”. El seguir este tipo de impresos es como seguir a Agatha Christie en vida, 66 novelas ―67 según Dr. Who― y 14 libros de cuentos. Es casi el mismo peso que todo el manga de Naruto, Fairy Tail o One Piece. Existen ―hablando de crímenes y detectives― series como Detective Conan la cual ―superando a la escritora británica por mucho― rebasaba los 80 volúmenes con 900 revistas editadas.
La historieta sigue evolucionando. Las versiones cortas de los periódicos están todavía presentes. Las redes sociales tienen comiquitas de Mafalda. La palabra “Meme” ha cobrado fuerza. Ya muy pocos preguntan el significado de “Meme” como pasaba hace diez años cuando 4chan.com comenzaba a establecerlos. Una raíz tan antigua como lo es el griego “mímesis” da origen al término “Meme” y marca una evolución de nuestro modo de pensar, pues a diferencia de lo que yo creía con el cómic, las imágenes se van juntando con la literatura, a modo de una minificción donde memorizamos la razón de ser de cada imagen.
Los libros siguen sin imágenes, a menos de que se trate de una historia infanto-juvenil; las fotografías y pinturas no necesitan un texto más allá del título dado por el autor. Todavía estamos en una época de cambios. La cultura actual podrá cambiar en cuestión de meses. Diez años adelante seremos una civilización memética donde la palabra y la imagen estén unidas indisolutas. Incluso el Meme podría remplazar a muchos modos de comunicación.
Desconozco todavía no pueda apreciar correctamente algún cómic o manga. La tira cómica argentina llamada El Eternauta se considera “alta literatura” según algunos críticos. Asimismo, series tan envolventes como Arrow y The Flash, basadas en cómics, me hacen pensar en que si se le dedicaron cuarenta minutos a cada uno de los más de 20 capítulos por temporada a su versión audiovisual, un lector que considera el cómic o el manga como una aberración semiótica, podría enfrentarse a un híbrido como tales.
Imagen, literatura, crítica social y un poco de metáforas juntas parecerían una buena combinación de compleja recepción. Los tiempos cambian y las imágenes saturan las redes sociales, en todos lados vemos signos y símbolos, no se puede dejar de lado la apreciación del cómic y del manga, pues muestran más de una verdad; si alguien no lo comprende, no por ello debería ser despreciado.

Julio 2015

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