viernes, 24 de julio de 2015

Los geeks, los frikis y su entorno poco amigable

El prejuicio es algo con lo que debemos cargar desde que nacemos. Si eres niño no puedes tocar siquiera una muñeca; si eres pobre no deberías saber de la nueva consola de videojuegos. En mi caso, al vivir en una de esas colonias de clase media-alta que están perdidas por toda la ciudad de Guadalajara, crecí con un complejo en torno a las apariencias.
Mi vida ha variado un tanto desde ese entonces. Pasé de la Acordada Poniente a la Acordada Oriente ―sólo dos calles de distancia―, y de ahí a Durango, Guanajuato y Buenos Aires. Siempre me he llevado bien con la comunidad; pero regularmente hay varios peligros latentes relacionados con las apariencias.
Si estudiar Literatura ya es subversivo, ser de gustos extraños lo es aún más. La literatura fantástica, los videojuegos, el anime ―con el idioma japonés a cuestas― y los juegos de rol son una difícil marca qué ocultar y que todos pueden ver. Alguien que lleve este estigma se debe ver en la penosa situación que vivió Caín al ser expulsado de los territorios de su familia: la mácula del traidor y del fratricida. Así me veían en las calles que habitaba, y es que son las apariencias lo que determinan quién eres. Quizá en Guanajuato es donde menos me han criticado, cuidad de músicos y pintores donde muchos se dedican también a la escritura, pero en una colonia habitada por profesionistas ingenieriles, estudiar humanidades es sacrílego.
¿Cómo se puede disfrutar plenamente la vida si siempre están señalando al prejuzgado? Ser de esos que escuchan música japonesa y ven caricaturas en un idioma al cual ―aunque los lingüistas reconocen como japonés― todos llaman chino. El niño que a los 14 años de edad tenía un vago conocimiento de la lengua nipona es todo un transgresor. El inglés es el idioma del futuro. El inglés se habla en todo el mundo, ¿para qué estudiar un idioma que se limita a una pequeña isla asiática? Estudiar este idioma, así como ver sus caricaturas y conocer algo de su cultura ya causa furor entre los vecinos. “Allá va el hijo de la señora Esther”, piensa la gente “El que habla chino mandarín”, dice una. “No, es chino-japonés. El otro día escuché que le decía algo a sus amiguitos”. Si en inicios del siglo xxi que uno de los vecinos supiera francés ya era un escándalo, las lenguas que ni siquiera comparten alfabeto son del diablo. Ahora ver caricaturas en ese idioma, debe ser un choque despampanante para todo neófito en lo asiático.
Recordemos la llegada en los 90 de esas animaciones: Dragon Ball, Caballeros del Zodíaco, Ranma ½, Candy Candy y ni se diga del lacrimógeno y malhadado Remy. Entre las madres conservadoras que escucharon los rumores de que “Pikachu” era un demonio musulmán, y que Ranma ½ generaba crisis de identidad sexual; ir más allá y adentrarse en títulos como Evangelion ―donde peleaban contra los ángeles del Dios―, Escaflowne ―la serie en que peleaba la princesa transformada químicamente en hombre― y ni se diga de algunas series desconocidas como Saikano, Kare-Kano, Onegai Teacher, y demás perversiones, levantaba en los rostros de los vecinos una ceja inquisidora envidiada por cualquier actriz de telenovelas. Incluso en territorios como Buenos Aires, saber un idioma como tal es ridículo. Sólo era de gusto de la chica brasileña que llegó de casualidad a la misma calle. Parias de la sociedad, la gente se reunía en las esquinas a platicar de lo bizarro de cantar temas de entrada y salida de caricaturas desconocidas para ellos, pero todo un hito para los otaku y demás personas que conocen algo de anime.
Superado el asco del idioma, pasar siquiera a ser de esos tipos raros con cartitas de Yu-Gi-Oh!, era deshonroso. En lo personal nunca me agradó ese juego, prefería el tradicional Magic: The Gathering del cual Kazuki Takahashi tomó las ideas ―masticándolas con mercadotecnia japonesa― para crear este misterio social. Al final de muchas interrogantes de la jefa de colonos ―y seguramente una visita del párroco a bendecir la banca donde teníamos nuestros duelos― dejó de llamarlas “cartitas de Yu-Gi-Oh!” y generalizó con un “cartitas”. Crecer en este contexto fue complicado. Nadie más comprendía lo que era una “criatura”, un “instantáneo” o siquiera una “tierra”. Los niños con balones de fútbol y los corredores del parque perdieron interés en el disforme grupo de “amiguitos del vecino” que usurpaban el espacio de convivencia donde todos podían beber en espacios públicos con o sin razón de hacerlo. En Durango de 1995-2000 uno debía limitarse a ir a la única tienda de este género. Aunque en una excelente ubicación, las miradas no se detenían cuando ―junto a mis nuevas amistades― me detenía a un combate de papel en las plazas de La Laguna. Tanto yo, como otros, éramos unos inadaptados que no apoyábamos al Santos ni disfrutaban gastar su dinero en gastos efímeros e invertían en algo aún más efímero y que hoy día decora cajas de zapatos en muchos armarios. El loco aquí era ese esquizofrénico quien pensaba ser un mago que convocaba monstruos demoníacos al plano material. Nunca se pondría en juicio que dejarlo todo por un partido del equipo local en una emisión televisiva fuese más extraño que las actividades lúdicas e inofensivas a las que nos dedicábamos en ese tiempo.
Si se comportaban así cuando supieron lo de mi afición por los Trading Card Games, o con el idioma extraño de más allá del océano; nada les había preparado para el siguiente paso en rareza: los juegos de rol. Si para la agradable junta de vecinos de la colonia Jardines del Country era visto como una amenaza antropológica con tintes satánicos, mi incursión en los juegos de rol fue aún más sorpresiva. ¿Cómo puedes explicar a una humilde señora de sociedad lo que es Dungeons and Dragons? ¿Una actividad donde se involucra la literatura, la mitología y el azar, de modo que un personaje creado por uno mismo se mueva en un mundo imaginario siguiendo las indicaciones de un narrador-moderador? Sinceramente, menos del 10% de la sociedad entendería a lo que me refiero con ello, y de ese porcentaje sólo una pizca sentiría curiosidad por asimilarlo y desmitificar la imagen en vez de llevar su dedo acusador a mi persona. Rolar es una actividad por más entretenida donde interactúas con tus amigos de modos que ni lo esperabas. En algunas campañas ―porque así se llama las “reuniones de los muchachos ésos”― logras hacer cosas que en tu vida harías, flirtear con una señorita, siendo que tu personaje es mujer y como jugador eres hombre; matar a sangre fría a un caballero medieval cuando rutinariamente atiendes una biblioteca con la voz más pasiva del mundo, o ser un centauro shaolin que respeta a toda criatura viviente cuando no sales de ser un amargado universitario. Según antropólogos estadounidenses ―los más citados de todo el mundo― los beneficios del rol pueden ser bastantes; pero el objetivo final siempre será entretenerse, liberar la tensión de la semana en una catarsis asistida y rodeado de tus amigos. Podría venir Aristóteles con su Poética y encontrar en Dungeons and Dragons o Vampire: The Mascarade todo un ejemplo de interacción pasiva y armoniosa donde se limpia el alma del auditorio. De eso a un videojuego ―por no comentar la idea del videojugador ocioso―, no hay mucho. El rolero disfruta juntándose con sus amigos y a pesar de que ellos se conocen, están en otro contexto de vida, con sus alteregos. El rolero no busca desatar una legión demoníaca en los patios traseros, o convocar a Abraxas el demonio traicionero en la azotea de cualquier localidad. El rolero está más próximo a un estudiante de Teatro que debe practicar un papel, o el escritor amateur que practica sus descripciones e intertextos, que a esa ridícula idea ante lo extraño.
Si esto es escandaloso, juntémoslo todo. Uno tiende a ser discriminado muchas veces. Pero también en ocasiones están esos otakus, esos roleros, videojugadores o amantes de los Trading Card Games que no toleran a los que les critican. Sobre todo en la adolescencia. Es más simple correr a ofender al quien critica, que demostrar cualquier interés personal. Más si uno estudia Humanidades, debería estar abierto a comentarios en contra de su labor. El prejuicio de aquel loco perdido en un mundo de ideas siempre ha sido igual. Es fácil imaginar a un Sócrates venido a menos porque su idea de “genio” es alguien salido de una cueva, ¿qué podemos decir de un Galileo con la fuerte convicción de que la tierra no era el centro del universo? Sentirse superior sólo por tener gustos distintos es tan ridículo como imaginarse súperdotado por ser homosexual. Pero en tiempos posmodernos es común defender al grupo minorizado o repudiar al atacante. El prejuicio de que estamos en realidad solos en el universo y que todos buscan nuestra segregación, podría ser verdad. Aunque no por ello hay que denigrar a alguien más. Los gustos por los videojuegos, el anime, el rol, o las cartitas son suficiente para etiquetarte, tanto como haber ganado un concurso de ajedrez, ser bueno en matemáticas, o tener un fetiche por la medicina.
El acercamiento que cada uno tenga hacia la realidad es bastamente diferente. El prejuicio es una manera de alejar a ese Otro. Si nos abrimos para ver que ese rolero es en realidad un profesor de enfermería, que esa chica que juega con cartitas es ingeniera en sistemas, que aquel chico que escucha música en idiomas raros en realidad es uno de los quince seleccionados anualmente por el gobierno japonés para una beca de dos años en estudios de maestría debido a su impresionante nivel académico y conocimiento de la lengua, son en realidad personas y no sólo sujetos de estudio, estaremos un paso más cerca de comprender al prójimo, de no juzgar a un libro por su portada, ni a una mujer santurrona por sus ofensas.

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