El prejuicio es algo
con lo que debemos cargar desde que nacemos. Si eres niño no puedes tocar
siquiera una muñeca; si eres pobre no deberías saber de la nueva consola de
videojuegos. En mi caso, al vivir en una de esas colonias de clase media-alta
que están perdidas por toda la ciudad de Guadalajara, crecí con un complejo en
torno a las apariencias.
Mi
vida ha variado un tanto desde ese entonces. Pasé de la Acordada Poniente a la
Acordada Oriente ―sólo dos calles de distancia―, y de ahí a Durango, Guanajuato
y Buenos Aires. Siempre me he llevado bien con la comunidad; pero regularmente hay
varios peligros latentes relacionados con las apariencias.
Si
estudiar Literatura ya es subversivo, ser de gustos extraños lo es aún más. La
literatura fantástica, los videojuegos, el anime
―con el idioma japonés a cuestas― y los juegos de rol son una difícil marca qué
ocultar y que todos pueden ver. Alguien que lleve este estigma se debe ver en
la penosa situación que vivió Caín al ser expulsado de los territorios de su
familia: la mácula del traidor y del fratricida. Así me veían en las calles que
habitaba, y es que son las apariencias lo que determinan quién eres. Quizá en
Guanajuato es donde menos me han criticado, cuidad de músicos y pintores donde
muchos se dedican también a la escritura, pero en una colonia habitada por
profesionistas ingenieriles, estudiar humanidades es sacrílego.
¿Cómo
se puede disfrutar plenamente la vida si siempre están señalando al prejuzgado?
Ser de esos que escuchan música japonesa y ven caricaturas en un idioma al cual
―aunque los lingüistas reconocen como japonés― todos llaman chino. El niño que
a los 14 años de edad tenía un vago conocimiento de la lengua nipona es todo un
transgresor. El inglés es el idioma del futuro. El inglés se habla en todo el
mundo, ¿para qué estudiar un idioma que se limita a una pequeña isla asiática?
Estudiar este idioma, así como ver sus caricaturas y conocer algo de su cultura
ya causa furor entre los vecinos. “Allá va el hijo de la señora Esther”, piensa
la gente “El que habla chino mandarín”, dice una. “No, es chino-japonés. El
otro día escuché que le decía algo a sus amiguitos”. Si en inicios del siglo xxi que uno de los vecinos supiera
francés ya era un escándalo, las lenguas que ni siquiera comparten alfabeto son
del diablo. Ahora ver caricaturas en ese idioma, debe ser un choque
despampanante para todo neófito en lo asiático.
Recordemos
la llegada en los 90 de esas animaciones: Dragon
Ball, Caballeros del Zodíaco, Ranma ½, Candy Candy y ni se diga del lacrimógeno y malhadado Remy. Entre las madres conservadoras que
escucharon los rumores de que “Pikachu” era un demonio musulmán, y que Ranma ½ generaba crisis de identidad
sexual; ir más allá y adentrarse en títulos como Evangelion ―donde peleaban contra los ángeles del Dios―, Escaflowne ―la serie en que peleaba la
princesa transformada químicamente en hombre― y ni se diga de algunas series
desconocidas como Saikano, Kare-Kano, Onegai Teacher, y demás perversiones, levantaba en los rostros de
los vecinos una ceja inquisidora envidiada por cualquier actriz de telenovelas.
Incluso en territorios como Buenos Aires, saber un idioma como tal es ridículo.
Sólo era de gusto de la chica brasileña que llegó de casualidad a la misma
calle. Parias de la sociedad, la gente se reunía en las esquinas a platicar de
lo bizarro de cantar temas de entrada y salida de caricaturas desconocidas para
ellos, pero todo un hito para los otaku
y demás personas que conocen algo de anime.
Superado
el asco del idioma, pasar siquiera a ser de esos tipos raros con cartitas de Yu-Gi-Oh!, era deshonroso. En lo
personal nunca me agradó ese juego, prefería el tradicional Magic: The Gathering del cual Kazuki
Takahashi tomó las ideas ―masticándolas con mercadotecnia japonesa― para crear
este misterio social. Al final de muchas interrogantes de la jefa de colonos ―y
seguramente una visita del párroco a bendecir la banca donde teníamos nuestros
duelos― dejó de llamarlas “cartitas de Yu-Gi-Oh!”
y generalizó con un “cartitas”. Crecer en este contexto fue complicado. Nadie
más comprendía lo que era una “criatura”, un “instantáneo” o siquiera una
“tierra”. Los niños con balones de fútbol y los corredores del parque perdieron
interés en el disforme grupo de “amiguitos del vecino” que usurpaban el espacio
de convivencia donde todos podían beber en espacios públicos con o sin razón de
hacerlo. En Durango de 1995-2000 uno debía limitarse a ir a la única tienda de
este género. Aunque en una excelente ubicación, las miradas no se detenían
cuando ―junto a mis nuevas amistades― me detenía a un combate de papel en las
plazas de La Laguna. Tanto yo, como otros, éramos unos inadaptados que no apoyábamos
al Santos ni disfrutaban gastar su dinero en gastos efímeros e invertían en
algo aún más efímero y que hoy día decora cajas de zapatos en muchos armarios. El
loco aquí era ese esquizofrénico quien pensaba ser un mago que convocaba
monstruos demoníacos al plano material. Nunca se pondría en juicio que dejarlo
todo por un partido del equipo local en una emisión televisiva fuese más
extraño que las actividades lúdicas e inofensivas a las que nos dedicábamos en ese
tiempo.
Si
se comportaban así cuando supieron lo de mi afición por los Trading Card Games, o con el idioma
extraño de más allá del océano; nada les había preparado para el siguiente paso
en rareza: los juegos de rol. Si para la agradable junta de vecinos de la
colonia Jardines del Country era visto como una amenaza antropológica con
tintes satánicos, mi incursión en los juegos de rol fue aún más sorpresiva.
¿Cómo puedes explicar a una humilde señora de sociedad lo que es Dungeons and Dragons? ¿Una actividad
donde se involucra la literatura, la mitología y el azar, de modo que un
personaje creado por uno mismo se mueva en un mundo imaginario siguiendo las indicaciones
de un narrador-moderador? Sinceramente, menos del 10% de la sociedad entendería
a lo que me refiero con ello, y de ese porcentaje sólo una pizca sentiría
curiosidad por asimilarlo y desmitificar la imagen en vez de llevar su dedo
acusador a mi persona. Rolar es una actividad por más entretenida donde interactúas
con tus amigos de modos que ni lo esperabas. En algunas campañas ―porque así se
llama las “reuniones de los muchachos ésos”― logras hacer cosas que en tu vida
harías, flirtear con una señorita, siendo que tu personaje es mujer y como
jugador eres hombre; matar a sangre fría a un caballero medieval cuando
rutinariamente atiendes una biblioteca con la voz más pasiva del mundo, o ser
un centauro shaolin que respeta a toda criatura viviente cuando no sales de ser
un amargado universitario. Según antropólogos estadounidenses ―los más citados
de todo el mundo― los beneficios del rol pueden ser bastantes; pero el objetivo
final siempre será entretenerse, liberar la tensión de la semana en una
catarsis asistida y rodeado de tus amigos. Podría venir Aristóteles con su Poética y encontrar en Dungeons and Dragons o Vampire: The Mascarade todo un ejemplo
de interacción pasiva y armoniosa donde se limpia el alma del auditorio. De eso
a un videojuego ―por no comentar la idea del videojugador ocioso―, no hay mucho.
El rolero disfruta juntándose con sus amigos y a pesar de que ellos se conocen,
están en otro contexto de vida, con sus alteregos. El rolero no busca desatar
una legión demoníaca en los patios traseros, o convocar a Abraxas el demonio
traicionero en la azotea de cualquier localidad. El rolero está más próximo a
un estudiante de Teatro que debe practicar un papel, o el escritor amateur que
practica sus descripciones e intertextos, que a esa ridícula idea ante lo
extraño.
Si
esto es escandaloso, juntémoslo todo. Uno tiende a ser discriminado muchas
veces. Pero también en ocasiones están esos otakus,
esos roleros, videojugadores o amantes de los Trading Card Games que no toleran a los que les critican. Sobre
todo en la adolescencia. Es más simple correr a ofender al quien critica, que
demostrar cualquier interés personal. Más si uno estudia Humanidades, debería
estar abierto a comentarios en contra de su labor. El prejuicio de aquel loco perdido
en un mundo de ideas siempre ha sido igual. Es fácil imaginar a un Sócrates
venido a menos porque su idea de “genio” es alguien salido de una cueva, ¿qué
podemos decir de un Galileo con la fuerte convicción de que la tierra no era el
centro del universo? Sentirse superior sólo por tener gustos distintos es tan
ridículo como imaginarse súperdotado por ser homosexual. Pero en tiempos
posmodernos es común defender al grupo minorizado o repudiar al atacante. El
prejuicio de que estamos en realidad solos en el universo y que todos buscan
nuestra segregación, podría ser verdad. Aunque no por ello hay que denigrar a
alguien más. Los gustos por los videojuegos, el anime, el rol, o las cartitas
son suficiente para etiquetarte, tanto como haber ganado un concurso de
ajedrez, ser bueno en matemáticas, o tener un fetiche por la medicina.
El acercamiento que cada uno tenga hacia la
realidad es bastamente diferente. El prejuicio es una manera de alejar a ese
Otro. Si nos abrimos para ver que ese rolero es en realidad un profesor de
enfermería, que esa chica que juega con cartitas es ingeniera en sistemas, que
aquel chico que escucha música en idiomas raros en realidad es uno de los
quince seleccionados anualmente por el gobierno japonés para una beca de dos
años en estudios de maestría debido a su impresionante nivel académico y
conocimiento de la lengua, son en realidad personas y no sólo sujetos de
estudio, estaremos un paso más cerca de comprender al prójimo, de no juzgar a
un libro por su portada, ni a una mujer santurrona por sus ofensas.
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